Otra elección para lavarse las manos

Daniel Márquez Soares

Nuestro sistema político terminó de irse al diablo cuando los candidatos se creyeron ese cuento —vendido por consultores y ‘marketeros’— de que la gente sabe lo que quiere. Siguiendo esa premisa absurda, los políticos dejaron a un lado la ideología, la comprensión del país y el estudio del Estado, para dedicarse a leer las encuestas y estudios de mercado elaborados por un puñado de aventureros encargados de preguntarle a la gente qué quería. El resultado ya lo conocemos: una clase política nauseabundamente inepta al momento de gobernar, pero que en campaña le da a la gente justo lo que quiere —payasadas en TikTok, eslóganes vacíos y peleas pueriles—, una ciudadanía cada vez más hastiada de la política —pese a que se supone que la escuchan como nunca antes— y un montón de ‘consultores’ charlatanes más ricos e influyentes que nunca.

La gente no sabe lo que quiere, nunca lo ha sabido; creer lo contrario implica desconocer el fundamento mismo de la permanente insatisfacción humana. Preguntarle a la gente qué quiere y dárselo es la garantía máxima de que siempre será infeliz —justo lo que pasa en nuestra política—. Eso lo entendían bien Henry Ford – “Si le hubiera preguntado a la gente qué quería, me hubiesen dicho que caballos más rápidos”—, Steve Jobs —“La gente no sabe lo que quiere, hasta que se lo pones en frente” — y demás pioneros con suficientes logros como para no necesitar parecer ‘democráticos’. Sin embargo, aunque la gente no sabe qué quiere, sí es capaz de reconocer algo bueno una vez que se lo presentan y también elige sabiamente entre opciones que antes ni siquiera hubiese podido imaginar que existían. Por eso, los políticos no tienen que darle a la gente lo que quiere, sino ser capaces de articular proyectos y visiones que el ciudadano común no hubiese sido capaz de imaginar, y conducirlo a ellas.

Asimismo, el ciudadano común y corriente tampoco sabe nada del funcionamiento del Estado. Sería divertido —pero asustador— llevar a cabo exámenes nacionales que evalúen el conocimiento de la población acerca de esos diez o quince conceptos complejos que se necesita dominar para comprender verdaderamente las preguntas de la consulta popular del domingo. ¿De verdad el ecuatoriano promedio entiende lo que son los convenios de extradición? ¿Puede explicar la estructura del Estado y la función del CPCCS? ¿Sabe lo que es el Consejo de la Judicatura y cómo funciona la Fiscalía? ¿Entiende el Código de la Democracia, el sistema de partidos y el método de elección de asambleístas? Lo más probable es que ese ecuatoriano promedio —con su consumo de medio libro al año, su educación promedio de tercer año de secundaria, su adicción al celular y a la televisión, y su alcoholismo funcional— crea que vive en una especie de hacienda grande en la que el presidente es una mezcla de rey y sherif. Y sin embargo, se procede con la consulta. Es como si un cirujano, un artista o un atleta tuviese que consultar con el público antes de proceder: bueno para evadir responsabilidades, pero una garantía absoluta de fracaso.

Todos sabemos en qué terminarán estas elecciones —y todas las que vengan después, mientras el sistema siga premiando esos factores—: autoridades cada vez más incompetentes, un Estado cada vez más inoperante y una población cada vez más decepcionada. Pero también todos sabemos, en el fondo, cuál es la solución: partidos verdaderamente ideológicos y políticos auténticamente visionarios. Mientras lo único que tengamos en la papeleta sean obedientes proveedores de caprichos para las masas ignorantes, no podemos quejarnos.