Hasta no hace mucho, nuestro país era considerado como isla de paz, en medio del torbellino que golpeaba a los vecinos, generado por la virulencia guerrillera y hasta terrorista, vinculada al narcotráfico.
No hay que olvidar que Colombia y Perú son los principales productores de coca, base de la cocaína que, entre otros factores adversos, nutre al infame negocio de las drogas ilícitas de violencia, zozobra y corrupción.
En los últimos años, la industria del mal proliferó: fue injustificable desacierto el retiro del Puesto de Avanzada Norteamericano que funcionaba en la Base de Manta que cumplía acciones positivas y necesarias. La provincia de Manabí, ahora, está azotada por la siniestra actividad; en medio de gritos, como el consabido “el pueblo unido, jamás será vencido”, se llegó al colmo de oponerse a la instalación de un radar militar en la cima del cerro de Montecristi, con el deleznable argumento de que podría afectar a la flora y la fauna de ese sector rodeado de incontables pistas clandestinas de aterrizaje, a donde llegan avionetas de cárteles mexicanos y colombianos, cuyas prácticas de terror siguen los delincuentes criollos.
Son conocidas las masacres, especialmente aquella en la Penitenciaría del Litoral, que dejaron centenares de muertos y heridos por el enfrentamiento de los mafiosos, para mantener la hegemonía de los sitios de reclusión, que no deben ser escuelas del delito.
Guayaquil y Quito, entre otras importantes ciudades, sufren olas de inseguridad, alimentadas por los tentáculos de la droga y los inconfesables intereses de politiqueros sin escrúpulos, que tanto perjudican a la paz y al progreso. Bien hizo el presidente Lasso en decretar, por 60 días, el estado de excepción en todo el territorio nacional.
Sin seguridad no puede hablarse de desarrollo.