Odio a los moteros

Gonzalo Ordóñez

Cuando veía por el retrovisor que se acercaba un motero (no, no es alguien que vende mote, sino que conduce una motocicleta), intentaba ubicarme de tal manera que le impida pasar entre los carriles o del lado de la calzada. Los domingos odiaba a los ciclistas, en particular en el sur de la ciudad que se transforma en un campo de concentración a la inversa: los autos y sus choferes confinados a sus casas, ¡los sudorosos ciclistas en libertad hasta las 16:00!

Érase una vez que subió el precio de los combustibles y que un amargado conductor de automóvil tuvo que comprarse una moto para ahorrar. No les cuento el reto que fue para un hombre maduro, como queso Tilsit, aprobar el curso de conducción, a la vejez viruelas, pero sí que aprendí sobre el ‘resentimiento hostil’.

Casi me estrello con un bus ‘alimentador’, que circulaba por el carril exclusivo del Trole en la Avenida de la Prensa. Se pasó la luz en rojo y apenas pude frenar. Una camioneta, pensó, como la mayoría, que un automóvil tiene preferencia sobre las motos y torció sin aviso, arrinconándome; esta vez caí en la vereda. Gracias a la chaqueta con protecciones mis codos no sufrieron daño, aunque la mochila terminó con el zapatero para un refuerzo de cuero.

Se lo que está pensando: “estas bestias manejan como si la vida no tuviera valor”. Lamentablemente, tiene razón (no en lo de ‘bestias’), pero usted, lector, tampoco valora la vida. ¿Qué tal si en mi anterior actitud de adelantar a las motos o impedirles el paso, provocaba un accidente? Ese conductor irresponsable es padre, tiene una bebita de 3 años, y su esposa trabaja explotada y acosada en un almacén de celulares.

El camino del resentimiento hostil es justamente este: “arriesgarse a vivir con una amargura tremenda. En gran medida, es consecuencia de identificar el enemigo fuera, no dentro” (Jordan Peterson).

Hace poco un motociclista llevaba a la esposa, una niña pequeña y las compras en fundas plásticas. Yo estaba detrás y decidí mantener la distancia y acompañarlos, un poco protegiéndolos de la presión del taxista que no paraba de pitar para que a su vez presionara a la familia en dos ruedas. Ahora también cedo el paso y abro un espacio para que puedan adelantar. Me siento mejor conmigo mismo.

El equivalente del resentimiento hostil en la política funciona de la misma forma. Cambie moteros por algo más abstracto como el poder o la masculinidad y tiene una ideología. “Si el problema es el poder, los que ostentan cualquier tipo de autoridad son la única causa del sufrimiento mundial. Si el problema es la masculinidad, todo hombre (o incluso el concepto de varón) se debe atacar y denigrar” (J. Peterson). Cuidado, que también sirve a la inversa, denigrando a la feminidad.

Si reunimos el resentimiento hostil en una sala, damos micrófonos a sus ocupantes y les otorgamos poder, tenemos nuestra Asamblea Nacional, el reflejo de un país en el que las personas que piensan como uno son las buenas y el resto enemigos que hay que destruir.

No podemos impedir la maldad que circula en la Asamblea y que nos irradia de resentimiento a todos, pero sí podemos inmunizarnos, abandonando las ideologías y los bandos. Comencemos por dejar de culpar a otros —los ciclistas, los buseros, los moteros, las feministas, los políticos, los migrantes—; seamos humildes, encaucemos nuestra propia vida, busquemos algo pequeño y productivo que podamos mejorar, en la familia, la pareja o con el prójimo.

Este es un ejercicio político por excelencia. Los corruptos viven de nuestra complicidad. Los políticos de nuestro enojo, pero si somos responsables de la vida que tenemos, por más pequeña que sea, sumada a la de otros es un poder inmenso, un muro contra las ideologías vampíricas que se alimentan de nuestro resentimiento hostil.

* Docente – investigador de la Universidad Andina Simón Bolívar Ecuador. Magíster en Comunicación.