De estirpe burocrática es nuestro Estado, desde la fundación de la república. Además de promover la intervención gubernamental radical en las finanzas, la economía, la seguridad, la salud y la educación, el nuestro ha sido, entre otras cosas, el mayor empleador, obligado benefactor social, mesías sempiterno y principal inversor dadivoso e irresponsable en obras gigantescas, algunas de ellas escandalosamente inútiles.
Albert Jay Nock (1870-1945) observó que “la simple verdad es que nuestros empresarios no quieren un gobierno que deje solas a las empresas. Quieren un gobierno que puedan usar”. A esa curiosa relación entre el gobierno y el Estado, se añade al nuestro, al que algunos, en verdad con acierto, llaman “obeso”, cansados de los excesos y el intervencionismo, con su imbatible estructura burocrática a la cabeza.
Sin embargo, el debilitamiento del Estado es peligroso en estos tiempos pandémicos y de frenazo económico. Sacudirlo con la fuerza que piden algunos, supondría un desastre inimaginable. ¿Qué se haría con un repentino aluvión de desempleados que se añadirían a los ya existentes? Con la sacudida, desembocaríamos en un peligroso derrumbe de la autoridad y el control del Estado. Es hoy una decisión tan trascendente como difícil, pero inaplazable.
La valentía es esencial para impulsar los cambios que garanticen la supervivencia de un nuevo Estado conveniente a nuestros tiempos, aunque sea con decisiones impopulares. Esa reforma es, por añadidura, un elemento fundamental para preservar la equidad. En la antigua Roma, uno de sus notables pensadores escribió: “Cualquiera puede sostener el timón cuando el mar está en calma”. Y en este momento nos amenazan varios y graves temporales.
A veces se pasan por alto, por conveniencia, los frenos y contrapesos que la Constitución establece. En este marco sólo es posible transformar el nuestro en un Estado eficaz, competente y no burocrático, mediante un proceso planeado, sistemático, gradual y a largo plazo. En esta caja de herramientas hay una cualidad de especial relevancia: la valentía política, el coraje para asumir esa responsabilidad, y estar consciente de que quizás no habrá marcha atrás.