No hay técnicos

Se ha vuelto común y preocupantemente aceptable que un funcionario o —peor aun— un analista de políticas públicas afirme, refiriéndose a sí mismo, que “no es político, sino técnico”. Es un pretexto relativamente reciente, propio de estos tiempos en los que ser político se ha convertido en fuente de vergüenza, pero se está popularizando a pasos agigantados; no hay día en que algún personaje de cierta relevancia no lo esgrima en sus pronunciamientos. Es bueno ponerse en guardia frente a quienes apelan a semejante argumento.

La mayoría de quienes se autodefinen como “técnico, no político” son astutos manipuladores que buscan disfrazar la propia ideología como técnica irrefutable. Tienden, por lo general, a arrogarse el monopolio de la comprensión del objeto en el que son especialistas; sus criterios son verdades científicas y todo lo que lo desafíe solo puede ser fruto de la ignorancia. Buscan sembrar en el medio el espejismo de que no hay alternativa racional a su proceder.

Otros son movidos apenas por una mezcla de vanidad y culpa. Comprenden que es imposible meterse al mar sin mojarse, pero —el colmo de la contradicción— creen que es posible participar en la administración del Estado sin tomar parte en la política, la lucha por el poder y la imposición de un discurso. Movidos por un afán de superioridad moral, creen que declarándose “técnico, no político” pueden librarse de los estigmas que acarrea la política; en el fondo, eso evidencia apenas cobardía al momento de asumir la propia ideología y las consecuencias de los propios actos.

Sin embargo, también hay los que de verdad creen que son, y que se puede ser, “técnico, no político”. Y eso es lo verdaderamente preocupante. En lo público, todo, absolutamente todo, es político, en tanto implica defender unos dogmas y prioridades por encima de otros. Todo procedimiento con pretensiones “técnicas”, al fin y al cabo, obedece apenas a los dictados de un orden establecido no científica ni técnicamente, sino políticamente, luego de hacerse con el poder.

Es bueno que todo funcionario público tenga presente su condición de constructor y defensor de un orden impuesto —apenas uno de muchos posibles—. No hay lugar para presunciones de pureza.

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