Ni muy arriba ni muy rápido

Como parece que estamos en riesgo de acostumbrarnos, resulta oportuno hacer un breve recuento de algunos de los insólitos crímenes que hemos atestiguado recientemente. Quizás así preservemos, aunque sea un poco, la capacidad de asombro que toda esta serie de hechos tan macabros como folklóricos han conseguido atenuar.

Un radar para combate al narcotráfico, instalado entre amenazas y polémicas, fue volado a los pocos días de entrar en funcionamiento, bajo las narices de las fuerzas armadas, y nada sucedió. Un coche bomba acaba de estallar frente a una cárcel de máxima seguridad —que, valga la redundancia, debería ser uno de los lugares más seguros del país—. Pero eso ya no sorprende tanto cuando recordamos que decenas de personas fueron asesinadas, desmembradas y calcinadas en las propias cárceles, también a la vista de guías penitenciarios, policías y militares, o que ya hubo una operación anfibia en medio de una ciudad que se saldó con cinco fusilados. Han aparecido cadáveres colgados de puentes, otros desmembrados en sacos e incluso hubo un ciudadano al que se decapitó con un pequeño explosivo. El personal de una ambulancia —ejemplo de altruismo— fue acribillado, equivocadamente, por pistoleros que creyeron que llevaban a un rival y un usurero logró no solo ingresar al mismísimo Ministerio de Defensa a hacer negocios, sino que logró además huir, aunque después apareció asesinado.

En Ecuador los violentos siempre cometieron el error de atacar demasiado arriba y demasiado rápido. Los radicales se lanzaron prematuramente sobre personajes muy conocidos, como Antonio Briz López, o sobre los más ricos entre los ricos, como Nahim Isaías o Eduardo Granda Garcés. El mismo error cometió el narcotráfico de los noventas, al asesinar al juez Iván Martínez, o las bandas de inicios de este siglo, cuando secuestraron a gente poderosa o, peor aún, a sus hijos. El Estado ecuatoriano era en esas épocas mucho más débil, pero hechos como esos bastaron para que la lucha contra la violencia se tornara una prioridad. Se desató una respuesta descomunal.

Esta vez es diferente. La violencia creció desde abajo, pacientemente, inmolando a la gente corriente y al Estado no le importó. Creció lo suficiente y ahora sí podrá, si quiere, ir incluso tras los poderosos.