Martín Riofrío Cordero
Este jueves pasó algo que nos dejó sin aliento: murió David Lynch. Me permito hablar en plural, como si se tratara de una catástrofe o una desgracia colectiva porque no solo soy yo, sino muchos, muchísimos, los que encontramos en su cine una forma de ver el mundo. Un mundo donde los sueños, las líneas temporales, la ficción y la realidad se amalgamaron para llevarnos de una especie de resignación kafkiana, a la esperanza.
A pesar de sus paisajes desoladores, monstruosos, perturbadores y a ratos incomprensibles, el cine de Lynch siempre tenía un haz de luz. Como una puerta de las tantas que se abren en películas como Inland Empire, como el final de la canción de Laura Palmer (un final triste, devastador, que se abre hacia arriba, hacia una melodía dulce, luminosa) o las luces que se proyectan sobre el escenario de Lost Highway, en esa escena en la que Bill Pullman interpreta un saxo furioso.
Recuerdo haber visto todas estas escenas con el mayor de los entusiasmos. Recuerdo también, cuando vi por primera vez una película suya: Blue Velvet. Fue amor a primera vista. Porque así como uno puede encandilarse con la belleza de una mujer, también puede hacerlo con tantas otras cosas. Con la música, con la pintura, con la literatura. Y yo me encandilé ante la belleza de esas películas, que me mostraron un nuevo camino. Que me enseñaron que el término ‘‘lyncheano’’, tan usado para definir una rara mezcla entre lo raro y lo insólito de forma inclasificable, tenía su origen sobre una verdad.
Una verdad hallada en el arte.
Una verdad que confirma que los genios como David Lynch no están hechos para morir, porque su genio es inagotable, y así mismo, nos conduce por caminos inagotables, que siempre están a la espera de ser descubiertos.
Ya decía Vicente Huidobro en ‘‘Altazor’’ que ‘‘los verdaderos poemas son incendios’’. Y no se equivocaba. Así como yo también digo, sin temor a equivocarme, que las películas de David Lynch -con Twin Peaks incluido- son como milagros.
Sorprenden, conmueven, cautivan, cambian vidas.
Es triste la despedida, pero me emociona saber que David Lynch siempre estará allí. En sus películas. En una carretera perdida o en Mulholland Drive, esperándonos para redescubrirlo.
Hasta siempre, David. La tierra te fue muy leve.