Martín Riofrío Cordero
Conocí a Paulina Briones en la Casa Morada. Mucho antes de saber que sería mi profesora en la universidad, y sin sospechar que se convertiría en una de mis más grandes amigas. Fue en pandemia. En ese momento en que la mayoría de lugares estaban cerrados, ella con su librería se atrevía a hacer algo diferente. Fomentaba espacios no sólo de compra de libros -como esencialmente es una librería-, sino también de diálogo e intercambio cultural.
Además de docente universitaria, editora de Cadáver Exquisito, e incansable gestora cultural, Paulina es escritora, así ella diga que no hará nada más, sus amigos sabemos que es una verdad a medias: siempre le gana el entusiasmo. La primera vez que leí un libro suyo fue ‘‘El tratado de los bordes’’, un poemario que dialoga bien con elementos como el estero, y en el que hay una consciencia de lo que es vivir en Guayaquil: este espacio inhóspito en apariencia, por su sensación de vértigo y su violencia, pero que de alguna forma, siempre nos termina seduciendo, y hace que en medio de todo el caos que pueda desplegarse sobre nosotros, siempre encontremos la calidez del hogar.
Así fue cómo descubrí su escritura. Maravillado por esa puesta en escena descarnada, tan familiar, que siguió con la lectura de ‘‘Extrañas’’, una novelita-diario tan íntima como resonante, y su último poemario: ‘‘Labor de duelo’’.
Creo que Paulina no me cree mucho cuando le digo que me gusta lo que escribe. Porque juntos hablamos de lo bueno y lo malo de la literatura, y así como un libro puede suscitar nuestros más grandes elogios, también, de vez en cuando somos severos con lo que no nos gusta.
Ella pensará que mi gusto por su literatura está viciado por nuestra amistad; y puede ser. Cuando uno lee un libro de alguien que conoce, que aprecia y admira, por más objetivo que se quiera ser, siempre lo terminan influenciando los afectos.
Más allá de la amistad, la admiración y la gratitud, ella es una gran escritora. ‘‘Cementerio de moscas’’, su más reciente libro de cuentos, lo confirma.
En él, no sólo hallamos esos personajes tan guayaquileños, en el sentido estricto del peligro y el terror, sino también, asistimos a un festival de la memoria.
Los narradores de ‘‘Cementerio de moscas’’ son seres nostálgicos, que a menudo se encuentran en situaciones engorrosas y difíciles; al límite de la desesperación, logran encontrar soluciones en la calma o en la pérdida de la cordura.
La locura como solución.
Y también, propio de esta nostalgia, hay relatos como ‘‘Cadáveres dentro de casa’’, que se adentran en el Guayaquil del pasado. Un pasado que no es tan lejano, pero que la ciudad, con sus miles de máscaras, se ha encargado de sepultar; un Guayaquil que ya no existe.