Manuel Castro M.
Es evidente que en el mundo, en especial en Latinoamérica, hay marcada tendencia al autoritarismo, que es una modalidad del ejercicio de la autoridad que impone la voluntad de quien ejerce el poder en ausencia de un consenso construido en forma participativa, lo que da origen a un orden social opresivo, carente de libertad y de autonomía. Se ha visto en la Venezuela de Maduro que no teme usar el fraude para mantenerse en el poder y que utiliza la represión y la mentira para detener la participación del pueblo. Lo utiliza López Obrador para entregar la Función judicial a su partido político. Lo emplea Ortega en Nicaragua, mediante el crimen, para perpetuarse en el poder, y entregarlo luego a su esposa, en una ridícula -aunque cruel- reminiscencia de los reinados antiguos. Bolivia y El Salvador hacen caso omiso de sus Constituciones para reelegirse sus mandatarios. Hasta en Estados Unidos, hasta ayer ejemplo de democracia, se trata de imponer la fuerza (asalto al Capitolio), la “supremacía racial” y la prepotencia, olvidando los valores en que fundamentaron su Constitución los Padres Fundadores de esa Nación.
La democracia, el mejor de los peores males políticos, es la afectada. Se la utiliza para captar el poder y de a poco se olvida que es el gobierno del y para el pueblo. Tratan de que no sea inclusiva, de que no tenga futuro, situaciones por las que han luchado varias generaciones, tanto políticos como activistas sinceros de los derechos humanos. Los analistas explican con firmes argumentos que tales gobiernos autoritarios lo son por el miedo a perder, en subsiguientes elecciones democráticas, el poder. Destruyen las elecciones libres cuando pierden, utilizando el populismo y a ciertos líderes de talento (Fidel Castro, por ejemplo). Comprenden que es inevitable la alternancia del poder en un régimen democrático, razón por la que quieren perennizarse. A medias usan el marxismo leninismo, viejo y caduco, con otras denominaciones como Socialismo del Siglo XXI, mientras sus países se debaten en tremendas crisis económicas, sociales, educativas y para que no sea públicas silencian cualquier clase de oposición…o la compran o se alían con el crimen organizado. Y cuando momentáneamente dejan el poder, caso Ecuador, tejen estrategias para volver, a pesar de los evidentes crímenes por los que son condenados. Piensan en la impunidad, en el indulto, en la revisión de sentencias penales, antes de construir sociedades prósperas, justas y democráticas.
Y también los partidos democráticos tienen un miedo sobredimensionado a perder, por lo que casi renuncian a sus ideologías, importan más hombres útiles que ilustres, creyendo que esto no causará una catástrofe, cuando eso es lo que precisamente sucede, pues ante la felicidad de elementos antidemocráticos, los partidos o movimientos políticos sufren un descrédito inmenso y hasta pueden desaparecer, un costo grande para la democracia pues tales actitudes solo golpean a una auténtica democracia.
Otra triste consideración es que consideran banal el autoritarismo. Hay grupos hostiles que claman por dictaduras, de izquierda o de derecha, como solución a las crisis que siempre viven los países, sobre todo los del tercer mundo. Camino que inconscientemente conduce a un cuasifascismo, tan repudiado, pero que incluso liberales y conservadores -que existen- tratan de justificar, pues estiman que todos tienen derecho a hacerse oír. Son peligros auténticos.