Luis Boloña
Estamos regresando a casa rodeados de nubes. Santiago me regala unos minutos de silencio, obligado por el cansancio, y Luisana baraja naipes como si quisiera adivinar el futuro. Yo me dedico a repasar lo que quisiera jamás olvidar: los momentos compartidos con mis hijos en este viaje.
El reggaeton bailado mientras cruzamos la carretera. La adrenalina del tobogán. La caída libre al agua en el cenote. El abrazo de tres en el mar cristalino. El deslumbrante brillo de la naturaleza. El recorrido por la historia. Las preguntas y las respuestas. La curiosidad, la emoción, el vértigo y la aventura de cada descubrir.
Vamos por la vida siendo una colección de memorias: de quiénes y cómo nos amaron, de los lugares visitados, de las conversaciones mantenidas, de lo ganado y lo perdido, de lo gozado y lo aprendido.
Las memorias felices se transforman en un refugio ante la invasión de la tristeza: “Hay que tener un momento feliz para cuando la infelicidad sea mucha”, leí alguna vez. Porque la tristeza también deja su huella y nos educa el paladar.
Sé que no podré evitar que mis hijos conozcan la desilusión, de eso se encargará el tiempo.
Pero quiero encargarme de regalarles esas memorias de las que se puedan sostener cuando todo parezca tambalear.
Esas que te devuelven a la vida que fue, a las personas que fuimos, a las personas que fueron.
A lo que ya no está, pero aún vive. Esos recuerdos que traen consigo la potestad de reencarnarnos.
Quizá no hay nada más cercano que un recuerdo.
Somos memoria y, en nuestras fibras, guardamos todo lo que ha sido. Nos rodea el polvo de lo que fue, y en cada recuerdo, vive.
Quizás por eso mi fobia al olvido: se desvanecería todo lo que me sostiene.
Pero, mientras eso no suceda, procuraré seguir coleccionando momentos para mí, para ellos, para el legado.
Sigo repasando lo vivido y, como por causa y efecto, me pregunto qué nos espera por vivir.
Papi, ¿ya llegamos?
Aún nos falta mucho, Santiago.