Lo que me sostiene y anima

Alejandro Querejeta Barceló
Alejandro Querejeta Barceló

Mucho se habla sobre Cuba, tanto en bien como en mal. Se confunde al país con su gobierno y se suelen emitir juicios apresurados, la mayoría de ellos con poco fundamento.

Poco se dice de la censura que allí se practica, de manera implacable y según las conveniencias, los contextos políticos y económicos en los que se vio envuelto el régimen que aún gobierna la Isla y los devaneos de su líder o de su familia (de sangre o no) que lo acompañaron y heredaron.

En uno de sus más conocidos textos, el Elenco del Colegio de Carraguao, advirtió José de la Luz y Caballero con sorprendente anticipación: «La moral del interés nos abre un abismo de males: he aquí sus consecuencias forzosas: 1) El olvido de nuestros derechos. 2) La pretensión de contentar al hombre sólo con goces físicos. 3) La degradación del carácter nacional».

La censura es muy antigua, así como el deseo de que se practique. La censura más conocida es la que se preocupa y ocupa de la ideología de determinados autores. En algunos países se llegó a quemar libros y borrar los nombres de sus autores de las historias literarias. En otros, mutilaron ciertos libros al editarlos.

Muchas obras del ruso Iván Bunin fueron ignoradas por los compatriotas de este Premio Nobel, al igual que las de Nabokov o de la poetisa Ana Aitmátova. Los editores se cuentan entre los censores más severos. Incluso rechazan libros sobre la base de prejuicios éticos o estéticos. Durante mis años en Cuba los motivos siempre fueron, por encima de todo, ideológicos. Además, la censura como política de Estado, se convirtió en un arma (otra más) de una férrea persecución política y judicial. Todo lo que allí escribí, en prosa o en verso, estuvo bajo la lupa de censores apertrechados con estas letales armas.

Los que disfrutaban de un «estatus reconocido» en Holguín eran muy pocos. Todos necesitábamos que se conocieran y divulgaran nuestras obras, que sabíamos inscritas en una tendencia de cambio, de ruptura, de una nueva forma de expresión de contenidos, soslayados según sabíamos, o que nos obligaban a soslayar. Casi todos nos refugiamos por mucho tiempo en copiosas lecturas casi siempre compartidas, y en una suerte de valoración crítica casera de lo que se publicaba como literatura «oficial». Hicimos un esfuerzo a veces no bien recompensado, por estar al día de lo más atendible de la literatura cubana que se hacía dentro y fuera de la Isla. Y, por supuesto, en el resto del mundo hispanohablante y más allá. En este contexto fueron pasando mis varios años de ostracismo oficial. Un ostracismo sazonado con el acoso policial, el desempleo como castigo y la intromisión en mi vida privada y familiar. Pese a todo eso, la poesía, mala o buena, sirvió de aliciente.

A principios de los años ochenta del siglo pasado descubrí ciertas zonas de la poesía norteamericana, que me abrieron las puertas a otra manera de entender el mundo poético a las cuales nunca me había asomado. Leí a Eliot muy temprano, quizás hacia fines de los sesenta, pero ahora encontraba a Pound y William Carlos Williams, así como a los poetas metafísicos ingleses. También la obra de los poetas españoles posteriores a la generación del 27. Y poetas cubanos como Baquero, Vitier, Samuel Feijóo, Fina García Marruz, Padilla, Fernández Retamar y una lista más bien corta. Conmigo anduvo la «Rapsodia para el mulo», de José Lezama Lima, y el «Testamento» de Eliseo Diego. José Martí con sus «despeinados» poemas últimos y su Diario de Campaña, me acompañó siempre, así como El contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar de Don Fernando Ortiz, una suma de metáforas deslumbrantes y reveladoras de nuestro ser esencial.

Jorge Luis Borges, César Vallejo, Pablo Neruda y Octavio Paz eran lecturas recurrentes y a veces secretas, dadas las posiciones políticas del argentino, el mexicano y el chileno. Paradójicamente dos autores «oficialistas» (Retamar y Vitier) con sendos poemas nos dieron «fuerzas para continuar». El primero nos dijo con ironía que la felicidad de los «normales» de entonces era fatua y vacía; el segundo, Cintio Vitier, desde su visión católica del mundo, nos recordaba que Cristo fue crucificado entre dos ladrones, uno a su izquierda y otro a su derecha. Uno de ellos, conocido como el buen ladrón, lo defendió de los insultos que le propinaba el otro, llamado por algunos el mal ladrón. Al final venía la pregunta clave para la época: ¿cuál era uno y cuál el otro? ¿Cuál el de izquierda y cuál el de la derecha? El poeta añadía que tal vez no fuera prudente saberlo. Cuando ese poema cumplió veinte años, los poetas de Holguín, le pasamos un telegrama de felicitación.

Fue en un «tiempo que no podemos entender», escribe Jorge Luis Borges en un poema memorable, cuando Juan López y Jhon Ward «se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel». En «una época extraña», entre abril y junio de 1982, tuvo lugar el conflicto armado entre Argentina y Gran Bretaña por la soberanía de las remotas Islas Malvinas. Estos dos jóvenes, según el poeta, «hubieran sido amigos», pero «fueron enterrados juntos» y, en definitiva, sólo «la nieve y la corrupción los conocen». Como ha sucedido con cada nueva generación que ha cumplido su ciclo en nuestro amedrentado país, también a nosotros nos tocó en suerte una época extraña, un tiempo que no podemos entender. Si no se produce un milagro, Juan López y Jhon Ward continuarán, como Sísifo, en un incesante sacrificio de sus vidas.

Pero la poesía siempre va más allá de las intenciones del poeta. Hace más de medio siglo, en una húmeda, angosta y ruidosa casa de un típico barrio habanero, con su letra menuda y sus tristezas, sentado en su gran mecedora, con su tablilla colocada sobre los brazos del mueble, José Lezama Lima escribía una de sus últimas cartas a la filósofa española María Zambrano. No sabía que la muerte estaba apenas a unos meses. Allí dejó una frase para mí inspiradora y que me sostiene: «Usted estaba y penetraba en la Cuba secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá con formas impalpables tal vez, pero duras y resistentes como la arena mojada». En el tokonoma de mi desarraigo todo eso me sostiene y anima.

Alejandro Querejeta Barceló