Mucho se ha especulado sobre si el Covid-19 habría sido deliberadamente creado o si se salió del control de quienes experimentaban; si cualquiera de las etapas tempranas de contagio pudieron ser accidentales o deliberadas; si los usuarios de las drogas son despreciados; si la gente con poder lo observa con calma o se preocupa de sus semejantes.
Muchos quieren hacer pensar que pudo ser una conspiración, lo que obligaría a echar la culpa de todos los males a los países progresistas. Hay que disponer de todos los elementos necesarios para hacer una acusación de esa naturaleza. La paranoia protege la emotividad de quien denuncia; predecir malas noticias se ha vuelto un ejercicio para preservar el ego, quizá por un momento o por el tiempo que necesite el actor para sentirse aclamado.
La paranoia ha pasado a ser un juego en el que quien pega primero, pega dos veces; sobre todo, cuando alguien cree que va a ser atacado. Las personas buscan la dicha antes que evitar el dolor; el accionar del paranoide es causarse daño, antes de que lo haga otra persona. Los políticos deprimidos y sin ningún tipo de afecto tratan de encontrar la respuesta en sus deficiencias; los más radicales exhiben la conspiración y el neo-fascismo: ellos nos controlan, ellos son los culpables de todos los males. Los problemas económicos, la vida privada de la gente, las banalidades o meras discordias no pueden ser tratados con la astucia con la que lo hacen.
El político paranoide es un individuo sin voluntad, un peón destructivo; cree tener enemigos y nunca parece tener suficientes. Los radicales socialistas trazan una correlación de fuerzas entre la gente inconforme y planean como única salida el desaparecer a quien mejor piensa. Cualquier “programa revolucionario” que tenga al capital y la escasez como enemigos es una estafa. La conspiración es el pasatiempo ideal del paranoico, que no conoce y teme a lo que no conoce, no tiene interés en conocer y tampoco en dialogar.