La ley del ridículo

En medio del furor electoral y el ambiente de optimismo que se respira por el nuevo gobierno, el Ecuador también genera otras noticias. El pasado 13 de abril fue detenido el Contralor General del Estado, Pablo Celi. Se le vincula a una presunta red de crimen organizado que sobornaba a funcionarios públicos para que Petroecuador contratase a determinadas empresas; desde la Contraloría, además, se desvanecían las glosas contra las contratistas que sobornaban.

En el mes de mayo, en cambio, fue detenido el Defensor del Pueblo Freddy Carrión, acusado de abuso sexual a una mujer en una reunión social privada el fin de semana de 15 de mayo. Durante esos días el resto de la ciudadanía cumplía rigurosamente con el toque de queda debido a los altos niveles de contagio por COVID en el país y a que las salas de UCI de los hospitales estaban ocupadas a tope.

Las dos autoridades citadas en esta columna están detenidas de manera preventiva para fines investigativos. Ambos tienen derecho a un juicio justo, gozan de la presunción de inocencia y del derecho a la defensa. Y ambos vulneran los derechos de la ciudadanía con su capricho de aferrarse a sus cargos. Ante cualquier duda sobre la ética, probidad y licitud de las acciones de funcionarios de alto nivel, la ley mínima de sentido común debería ser que se separen de sus cargos para que esos puestos, que derivan de la soberanía del pueblo, la ejerzan personas cuya probidad y ética no estén siquiera en tela de duda.

Pero no, en el Ecuador impera la ley del ridículo, en que desde algún artículo de alguna ley de nivel administrativo se permite que sujetos como los mencionados sigan ejerciendo sus cargos desde la privación de libertad. Se despacha desde la cárcel, se organizan movilizaciones sociales y tantas otras cosas.

Y es que aferrarse al cargo sin escrúpulos también parece estar en boga; observen al alcalde de la capital.

Indigno, inaudito, ridículo.