Daniel Márquez Soares
Todos hablan con hastío y desprecio del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. Igual vilipendio sufren todos aquellos jueces de lugares remotos que conceden acciones de protección. Sin embargo, curiosamente, cuando se habla de la Corte Constitucional, políticos y activistas no tienen sino elogios. Resulta incomprensible esa aversión a tantas instituciones creadas por la abominable Constitución de Montecristi y, al mismo tiempo, una esbirresca fascinación por su más feroz guardián: la Corte Constitucional.
El orden constituido de un país no nace de un consenso ni de una negociación, sino de una conquista, de la imposición. Un bando gana, establece su sistema y sus reglas, crea una Constitución que los legitime y luego requiere instituciones que orquesten el aparataje de exclusión e imposición que todo sistema exige. En algunos lugares ese trabajo recae sobre entes obscena y abiertamente arbitrarios —como la KGB soviética o el Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio que en su momento tuvieron los saudíes—; en otros, como las democracias occidentales, se confía en instituciones que operan desde mucho más temprano y de forma más sistemática, disfrazadas de ‘educación’ y ‘cultura’, pero aun así se requiere esporádicamente una imposición que le recuerde al ciudadano díscolo el orden vigente. En el caso de Ecuador, con una clase política tan errática y una población tan volátil, la institución encargada de propinar el puñetazo definitivo sobre la mesa es la Corte Constitucional.
Esta institución es la encargada, a la manera de un consejo de ulemas o de los sacerdotes intérpretes de oráculos, de elucubrar alrededor de ese texto nocivo engendrado en Montecristi. Legalmente, porque ella misma así lo decidió, es infalible, no le rinde cuentas a nadie y sus decisiones no pueden ser cuestionadas —una especie de infalibilidad papal, pero convenientemente aplicada al vil reino de lo material—. Son capaces de torturar a la gramática, la lógica y la retórica hasta donde sea necesario para lograr que la Constitución diga aquello que ellos creen que debería decir. Independientemente de las afinidades personales, vale recordar que los jueces de dicha corte permitieron el matrimonio entre personas del mismo sexo y el aborto por violación pese a que la Constitución dice textualmente que “el matrimonio es la unión entre hombre y mujer” y que el Estado “garantizará la vida, incluido el cuidado y protección desde la concepción”. Les corresponde decidir qué diablos quisieron decir los constituyentes de Montecristi cuando escribieron cosas como “grave crisis política y conmoción interna” o “esta facultad podrá ser ejercida por una sola vez”, pero no preguntándoles, sino apenas amparándose en sus poderes místicos. Además, por una cuestión de conveniencia profesional, gozan de la permanente adulación e indulgencia, más típica de un culto que de un gremio, de los abogados del país. Por último, así como es la encargada de imponer su orden a los ecuatorianos, es la encargada de defender y garantizar las imposiciones que desde afuera sufre el país —por medio de asfixiantes tratados y convenios—; es decir, no contenta con ostentar su propio garrote, ejerce también garrotes franquiciados.
La Corte Constitucional merece la misma admiración, tolerancia y respeto que todo ese irresponsable proyecto —una apasionada y desenfrenada mezcla de ecologismo, indigenismo, socialismo, internacionalismo, etc.— que se impuso en 2008. No es lo mejor ni lo más ‘salvable’ de dicho sistema; al contrario, es lo más peligroso y potente, su cuerpo de élite.
En tanto es apenas producto de un orden político que ya empieza a derrumbarse por el peso de sus propias contradicciones, más temprano que tarde la Corte Constitucional caerá también. Sufrirá cuestionamientos, enfrentará divisiones internas y los tentáculos de los grupos de poder penetrarán con cada vez más descaro. Llegará el momento en que choque con un grupo que encarne un nuevo orden político emergente y entonces no tendrá más opción que apelar a la fuerza. Solo en ese momento, con un encontronazo que prive finalmente a la Corte Constitucional de esa impropia presunción de pureza y que ponga en evidencia —más allá de suposiciones y creencias— la verdadera correlación de fuerzas que reina en Ecuador, comenzará el camino hacia la consolidación de ese nuevo orden constituido que reclama urgentemente el país.
Parece que ese momento está llegando. Al menos toda esta pantomima del juicio político ha servido para algo.