Parece que vivimos en tiempos superlativos.
Si uno se toma demasiado en serio los comentarios de políticos y personalidades, termina convencido de que nuestro día a día está plagado de hechos y fenómenos sin parangón en el pasado.
Cualquier cuestión problemática, sea una crisis económica, un escándalo de corrupción o una ola de inseguridad, resulta ser “la mayor de la historia” o, si estamos optimistas, apenas “la mayor de la historia republicana”.
Solemos catalogar a los villanos de turno y los embrollos que causan como “algo nunca antes visto” y, en general, nos gusta dibujar un escenario de permanente decadencia en el que todo el tiempo aseguramos haber “tocado fondo”. Somos capaces de decir, sin ruborizarnos, que enfrentamos “la peor crisis” o que estamos ante “el peor gobierno” ¡de la historia!
Distintos motivos nos empujan a este comportamiento pueril e improcedente. Hay un inevitable elemento de vanidad generacional que, en esta época de narcisismo, nos lleva a creer que el destino ha reservado para nosotros desafíos únicos que les fueron negados a quienes nos precedieron.
También es una forma de motivarse, de darle un sentido trascendental a los usuales contratiempos que conlleva la existencia. No obstante, el propósito fundamental es muy vil; tanta hipérbole nos permite culpar, recriminar y satanizar con mayor brío a nuestros adversarios y a nuestros obstáculos.
Constituiría un gran avance en la calidad del debate público que exiliemos de nuestro lenguaje expresiones como “la peor de la historia”. Esa costumbre denota una profunda ignorancia sobre el pasado de nuestra especie, que raya en la insolencia, e induce y justifica comportamientos extremos propios de situaciones desesperadas.
Al mejor estilo de ‘Pedrito y el lobo’, si nos acostumbramos a creer que siempre estamos viviendo lo peor de la historia, ¿qué haremos si es que tenemos la mala fortuna de tener que enfrentar en verdad una tragedia de calibre histórico?
Cada vez que uno sienta que está ante el peor momento o desafío jamás registrado, es mejor, en lugar de gritarlo a los cuatro vientos, estudiar un poco el pasado y recibir un baño de humildad.