Franklin Barriga López
En Occidente, quienes han llegado a la tercera edad comienzan a sufrir marginaciones, lo que agrava su condición precaria en materia económica y profundiza frustraciones que ahondan su soledad, debido al olvido o la ingratitud.
En Oriente, cambia por completo el asunto, ya que los viejos, como en Japón, merecen máximos respetos y consideraciones. El país del Sol Naciente es el que más venera a los mayores, por esa sólida y sincera conciencia que prevalece en la familia, como herencia ancestral y vínculo emocional profundo.
Allí, como mandato superior, los hijos deben honrar a sus padres. Con amor y abnegación, hacen lo que más pueden para satisfacer sus necesidades materiales y llenar vacíos o desequilibrios, producto del natural deterioro que ocasiona el paso de los años. No es para menos si la integridad de los samurái es uno de los principales referentes, en cuanto honor y dignidad, lo que vino después a complementarse con el bushido, otro código de conducta que suaviza a los belicosos y crea atmósfera de armonía y paz, sin apartarse del infaltable pundonor. Para los nipones, los ancianos que han tenido exitosas trayectorias vitales son declarados símbolos nacionales, para seguir recibiendo sus enseñanzas. Siempre que permanezcan lúcidos, no se les archiva por la edad. Los jóvenes necesariamente necesitan su asesoría.
Razón tuvo el sueco Ingmar Bergman cuando escribió: “Envejecer es como escalar una montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.
Las arrugas en el rostro o las canas no representan decrepitud; deben interpretarse como símbolos de quien ha vivido largos años y ha recibido esas condecoraciones que solo la edad avanzada confiere. Lo sustancial, cuando se llega a esta etapa de la vida, es no tener arrugas en el alma, producto del rencor o la amargura.