Entre rebelde y traidor

Dentro de algunos años, una infidencia o una confesión sincera quizás permita dilucidar el misterio político y psicológico de por qué Lenin Moreno aceptó ser candidato. Pese a todas las advertencias, asumió el mando del país en condiciones que implicaban un suicidio político y el catastrófico resultado, cuatro años después, ha sido fiel a los pronósticos de ese entonces.

Lenín Moreno no solo tuvo mala herencia, sino también mala fortuna.

Además de recibir un Estado quebrado, con una población asfixiantemente dividida y crispada, tuvo que lidiar con problemas externos. No bastó el bajo precio del petróleo o las locuras de exguerrilleros en la frontera norte, sino que también tuvo que vérselas con la pandemia global del Covid-19, un hecho ante el que nadie sabía qué hacer y cuya verdadera magnitud solo alcanzaremos a apreciar dentro de varias décadas.

Tuvo que enfrentar también asuntos urgentes que todo predecesor había postergado. Resolvió toscamente algunos, como el nudo gordiano de Assange, y otros lo rebasaron, como el problema del subsidio al combustible, las demandas del transporte público o el desastre fiscal.

Pero si algo se recordará, es que el presidente Moreno se rebeló ante su destino. Estaba condenado a ser apenas un dócil mandatario interino, un mero trámite para el traspaso de poder entre dos autócratas. Su administración iba a ser apenas un breve interludio antes de que ese grupo, que ya se había apoderado del poder político y del judicial, y tallado leyes a su medida, se lanzase a la conquista final del poder económico. No lo permitió.

Lamentablemente, la traición es una mancha que no envejece. El gran problema con el proceder avieso de Moreno con sus otrora aliados es, justamente, que funcionó, tal y como lo demuestra la derrota electoral del correísmo.

El régimen saliente ha demostrado que en las grandes tareas políticas se puede tener éxito haciendo las cosas de forma poco honorable y esa es una pésima lección para el país.

Al final de cuentas, la distinción entre ‘rebelde’ y ‘traidor’ es profundamente subjetiva, coyuntural y política, y solo los años permitirán que los ecuatorianos decidan cuál de los dos términos le va mejor al presidente Moreno.

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