Entre la angustia y la rabia

carlos-freile-columnista-diario-la-hora

Carlos Freile

Estoy más que convencido de que la inmensa mayoría de ecuatorianos quiere vivir en paz, en un país con fuentes de trabajo para ganarse el pan tranquilamente, con adecuada educación para los hijos y lograr el consabido futuro mejor, con un sistema de salud y de jubilaciones financiado… Para vivir en un país semejante tan solo se requiere mantener una institucionalidad sana (¡tan solo! ¡Qué ingenuidad!).  Pero desde hace doscientos años los políticos (con las excepciones de rigor) en su búsqueda de poder y de riqueza se han encargado de impedir la maduración de nuestras instituciones. A lo largo de los años hemos intentado salir del atraso endémico bajo la guía de algunos dirigentes excepcionales, desde Rocafuerte en adelante, pasando por García Moreno hasta Clemente Yerovi, por citar a tres; pero nunca han faltado los “salvadores de la Patria” o de la “dignidad nacional” que han dado marcha atrás; políticos expertos en poner zancadillas al gobernante de turno con el único fin de sacarlo del poder, con una mentalidad no digo infantil para no insultar a los niños sino torpe, digna de estudios psiquiátricos.

Como no existe ni sentimiento ni conciencia de Patria, en épocas de crisis no se arrima el hombro entre todos para salvar a la comunidad nacional entera, no, nunca falta el grupito de politiqueros que buscan hundir la nave del estado para pescar a río revuelto. Los sistemas y los subterfugios pueden variar, al principio se apelaba a la fuerza bruta, aunque hoy día actúan por allí los nuevos seguidores del principio: “La violencia es la partera de la Historia”; hoy día se mezclan conceptos, se confunden causales, se adultera el derecho, se tergiversa la malsana constitución, se atropella el idioma y el sentido común para alcanzar el poder aunque ello signifique la destrucción del Ecuador y preparar el camino para sistemas y gobiernos que han probado hasta la saciedad que solo producen hambre y esclavitud.

No sabemos si vamos a morir de angustia por la falta de esperanza o a estallar de rabia por la irresponsabilidad de quienes usan argumentos jurídicos tan sólidos como “¡Se va porque se va!” para conseguir su despreciable provecho.