En defensa del banquero presidente

Cuando surgen grandes temas mundiales que incidentalmente nos tocan, en Ecuador los abordamos siguiendo un guión torpe. Primero, como no tenemos una conciencia clara de nuestras particularidades ni una definición de nuestros intereses nacionales, cacareamos discursos de otras latitudes. Segundo, no importa cuál sea ese tema—  ambiente, minería, migración, China, narcotráfico— lo adaptamos rápidamente para emplearlo en nuestra verdadera pasión: pelear políticamente entre nosotros sin cuartel.

Ya que estamos haciendo eso con los Pandora Papers, resulta necesario recordar algunas particularidades del Ecuador para no repetir como papagayos lo que activistas de países con economías diferentes dicen sobre sus codiciosos políticos, cleptócratas y celebridades —que, vale recordar, no son los nuestros—.

Ecuador es un país con un sector privado muy entrelazado con el Estado y, además, carente de moneda nacional. En circunstancias ordinarias, el Estado recibe dólares de petróleo, deuda y demás ingresos, pero en momentos de crisis suele posar sus ojos en los dólares de un sector privado que, dependiente del Estado como es, apenas puede negarse. En un caso extremo, el Estado no podría emitir moneda, sino que tendría que abalanzarse sobre esos dólares. Este escenario, en un país que ya tiene un perenne trauma financiero, sería el fin de los bancos de hoy. Por ello, la única forma de mantener esos recursos a salvo del Estado, en defensa de sus empleados y clientes, ha sido tenerlos fuera y traerlos solo en caso de emergencia. En 2009 y en 2020, la realidad le dio la razón a la banca.

Todas las prohibiciones que pesan en Ecuador sobre banqueros y paraísos fiscales fueron introducidas —más allá de pretextos teóricos esnobs— por el régimen anterior como herramientas de exclusión de opositores y de conservación del poder. No hay por qué darle un hipócrita enfoque cívico-moral a un tema que, en Ecuador, siempre ha sido de poder.

En su momento, Guillermo Lasso pudo haberse rendido ante el monstruoso régimen de Montecristi, como tantos otros empresarios y banqueros hicieron. No lo hizo, sino que se defendió, peleó, ganó y por ello paga hoy un notorio costo en salud, paz y reputación. Por fin, impoluto como se creía, exhibe cicatrices; y eso siempre merece respeto.   

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