El trabajo no vendrá del campo

En este momento tan delicado, el Estado ecuatoriano tiene que ser muy cuidadoso en no vender promesas imposibles de cumplir. Cuando se habla de agricultura, es necesario hacer una importante distinción. Una cosa es la producción de alimentos y de productos de exportación, y otra muy diferente es la agricultura como fuente de empleo.  Ecuador necesita más que nunca —por una cuestión de seguridad y de soberanía, especialmente en estos nuevos tiempos— aumentar su producción, pero no debe ni puede evitar que la cantidad de empleos agrícolas se reduzca.

El curso lógico y correcto de los acontecimientos es contar con un agro cada vez más productivo, en el que, al mismo tiempo, gracias al avance de la tecnología y la mejora de infraestructura, trabajan cada vez menos personas. Eso es lo que ha sucedido en los países más prósperos; además de ser autosuficientes y gozar de plena seguridad alimentaria, en ellos apenas el 1% o 2% de la masa laboral trabaja en agricultura. En Ecuador, en contraste, la producción agrícola apenas ha crecido en las últimas décadas y el campo sigue generando más del 30% del empleo, una cantidad elevadísima para la región e incluso por encima del promedio mundial. Se trata, además, de una mano de obra envejecida (75% mayores de 45 años) y en su mayoría apenas con educación primaria. En contraste, en un país como Corea del Sur, que con una superficie de tierra cultivable similar a la de Ecuador asegura la alimentación para una población tres veces mayor, la agricultura genera apenas el 5% del empleo, o en las potencias agrícolas de la región —Brasil, Uruguay, Chile—, mucho menor al 10% .  Que un país de renta media y exportador de energía, como Ecuador, tenga a tantas personas trabajando en el campo no debe ser motivo de celebración ni romantización: significa que hay personas llevando a cabo trabajos durísimos y sufridos, en condiciones precarias, que deberían ser llevados a cabo por máquinas.

No se puede prometer mejorar, ni siquiera mantener, todas las fuentes de empleo en el agro. La urbanización es un proceso inevitable, que tiene que ver con calidad de vida y con la propia naturaleza gregaria del ser humano —no podemos volver a ser, como es Ruanda ahora, con población y tierra cultivable similar, un país en el que más de 60 por ciento de las personas trabajan la tierra— . Por ello, al mismo tiempo en que se piensa en dinamizar el agro, se debe pensar seriamente en qué hará el país ante la inexorable migración a la ciudad.

Las dos cosas —mejorar productividad agrícola y ofrecer oportunidades a quienes dejan el campo— deben ir de la mano. Si solo se hace lo segundo, terminaremos convertidos en un país importador de alimentos —una nación esclava, dependiente de calorías ajenas— y si solo se hace lo primero, descenderemos a niveles de descomposición y violencia insospechados. Por ello, se requiere transferencia de tecnología, industrialización, infraestructura rural, inversión en educación técnica, liberalización laboral, crédito barato, educación para adultos y demás recetas de sobra conocidas que no serían difíciles de implementar con autoridades que de verdad tuviesen en mente el interés nacional.

La ola de delincuencia, las protestas campesinas, la crisis migratoria del año pasado; todos son síntomas del mismo problema: una república que insiste en aferrarse tercamente a un ordenamiento institucional que le niega la posibilidad de trabajar y de participar a la mayoría de sus jóvenes.