El tiempo no corre a nuestro favor

Alejandro Querejeta Barceló

El peligro no solo está en las calles, sino también en las instituciones que deben conjurarlo, y de manera pasmosa en la Función Judicial. La justicia, como la practican y entienden algunos de sus componentes fundamentales, no siempre es moral, y eso es aterrador. Son incontables ya los procesos de dolor, rabia e impotencia que enfrentan las víctimas ante la falta de justicia.

El más común de los sentidos advierte que los jueces velan más por los derechos del delincuente que por los de sus víctimas. Tanta inmoralidad judicial menoscaba la letra y el espíritu de nuestra Constitución y nuestras leyes. Tanto es así que la separación de poderes puede tambalear y adentrarnos en un campo minado.

Los hechos y las palabras caminan por líneas paralelas destinadas a no encontrarse jamás. Cuando las crisis se superponen, la resiliencia, la valentía y la fortaleza de quienes dan cara a la delincuencia que azota a nuestra sociedad son pisoteadas por esos operadores de la Ley.

“Hecha la ley hecha la trampa”, y si la trampa la conoce alguien con una rampante falta de decencia, el resultado es letal. La corrupción siempre campeará por sus respetos mientras en la Función Judicial tenga cobijo. Los jueces probos deben rebelarse contra los delincuentes que han permeado sus instituciones.

Hay quien sostiene que una sociedad civilizada no puede existir sin la autoridad civilizadora del Estado. En un Estado democrático nada sustituye a la procuración e impartición de justicia como vía para la paz. La duda que se generaliza entre nosotros es si nuestro Estado es democrático.

Asolada por la corrupción, el crimen organizado, la crisis económica, la pobreza, la desigualdad o la exclusión social, ¿sigue siendo la democracia el poder ciudadano para controlar al Estado? La única transformación deseable es la que dé un revés a la injusticia, pero sin imponer otra mayor en su lugar.

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