El muerto se come al vivo

Hace ya muchos años, en la adolescencia, recuerdo haber leído alguna novela, no estoy segura si escrita por Curzio Malaparte o por Dominique Lapierre, que me impactó mucho por la referencia que hacía a ciertas prácticas de guerra. A los prisioneros caídos en las batallas se les ataba a un cadáver, pierna con pierna, brazo con brazo, rostro con rostro, de tal manera que la descomposición del uno pasara al otro y resultaba real aquello de que “el muerto se come al vivo”.

Ofrezco disculpas por traer esta imagen tan truculenta a este comentario, pero sirve para ilustrar lo que muchas veces pasa en la administración pública de los Estados cuando hay un cambio de gobierno y se tienen buenas intenciones de mejorarlo todo, de hacer cambios reales, de transformar una burocracia lenta y pesada en administraciones ágiles que respondan a las reales necesidades de los pueblos. Esas intenciones muchas veces se ven frustradas por la pesadez del aparato estatal, por los hábitos que distorsionan las directrices, por esa especie de “teléfono dañado” como en el juego infantil, que hace que lo que se dice en el un extremo llegue de una manera totalmente diferente y hasta contradictoria al otro lado.

Eso de que “el muerto se come al vivo”, como en un contagio que produce gangrena al cuerpo sano, muy bien sirve para ilustrar lo que pasa al interior de los entes gubernamentales, en donde la inercia de la masa confunde y enlentece las iniciativas novedosas y ágiles.

Por ello es tan necesario estar atentos, no dejarse consumir por viejas y caducas prácticas, y avanzar, no permitir que, en los segundos, terceros o cuartos niveles se tomen las reales directrices y acciones. Ojo, mucho ojo, para que el trabajo resulte fructífero y el país avance a un ritmo acelerado y seguro hacia el progreso.