Daniel Márquez Soares
El fútbol tiene el mérito de habernos demostrado a los ecuatorianos que no somos tan incorregiblemente incompetentes ni estamos inexorablemente condenados al fracaso como solemos creer. Los éxitos de las últimas dos décadas sirvieron para volar en mil pedazos esa narrativa pesimista y resignada que nos condenada a ser los eternos derrotados (y que se sostenía sobre una nutrida mitología, como la malograda clasificación al mundial de 1966 que nos había sido arrebatada de forma cruel e injusta, la incompetencia administrativa que nos impidió participar en el mundial de 1830 o la dolorosamente truncada eliminatoria de 1998).
Hay una máxima que les gusta a los cultores de disciplinas competitivas, como los deportes o las ciencias aplicadas: cuando una persona no cree en sí misma, la única forma que tiene de compensar esa falta de confianza es tornarse extraordinariamente buena; es decir, se trata de, por medio de la práctica y el estudio, volverse tan pero tan competente que, por más que no crea en sí misma, igual triunfará. Esa idea ilustra lo que sucedió con nuestro fútbol: todo comenzó a mejorar una vez que entendimos que lo que había funcionado en otras latitudes —en materia de metodología de entrenamiento, organización deportiva y parámetros de detección y selección— no tenía por qué no funcionar aquí (una idea que aunque parezca obvia, pero que no resulta nada obvia en nuestro medio). Bastó poner en práctica todos esos conocimientos para que surgieran nuevas generaciones de futbolistas lo suficientemente brillantes como para tener éxito aún sin creer que fuera posible.
Esa es una lección que podríamos aplicar en muchos otros campos —economía, educación, gobierno, etc.—: se sabe lo que hay que hacer para progresar, en tanto hay suficientes experiencias de otras sociedades al respecto, pero para implementarlo necesitamos primero dejar de creer que aquí no funcionará o que somos tan ‘diferentes’.