El bien común

La Asamblea Nacional, el poder del Estado que debe ejemplarizar la democracia, debe servir también para ejercer las capacidades de diálogo, la posibilidad de llegar a acuerdos transparentes -sobre la mesa-, para llegar a posiciones que reflejen el ánimo de priorizar lo que es resulta más positivo para un país.

Al margen de las legítimas aspiraciones que pueden tener las personas para dirigir una organización y para ser parte de comisiones, es imprescindible que todo pase por el rasero de la medida del bien común, que aparece a veces como un intangible, pero que tan importante es y que puede perfectamente transformarse en el primer postulado de una deontología del legislativo.

Los legisladores tienen dos obligaciones fundamentales: legislar y fiscalizar. No debería pensarse en otra cosa más que en aquello, y en tareas que van desde la depuración de leyes, muchas veces contradictorias entre sí, hasta la creación de normativas necesarias para el desarrollo de las actividades de los ciudadanos de un país.

Debería también pensarse, de manera mesurada, en cuáles son los mínimos en los que los acuerdos no deben fallar. Siempre vamos a exigir en ellos los requerimientos fundamentales de temas como buena calidad de educación y salud para todos los ciudadanos, el riguroso manejo de la economía, evitando perjudicar a los sectores menos favorecidos de una sociedad, la necesidad de contar con espacios seguros tanto en lo público como en lo privado, especialmente para niños y mujeres que siempre aparecen como los más vulnerables.

El bien común y el sentido común van de la mano; lograrlos no debería costar tanto lograrlos, sobre todo en un país que ha sido bendecido con enormes riquezas en cuanto a recursos naturales, que podrían hacer de la sociedad ecuatoriana una de las más prósperas en el planeta.

Ahí está el desafío primordial para la pauta del Ejecutivo, del Legislativo, de los órganos jurisdiccionales, para todo quien se atreva a liderar y gobernar.