El aborto no es ciencia, sino política

Tomar decisiones políticas —o morales, para usar una palabra incluso más incómoda— requiere coraje porque, en esos temas, no hay respuestas definitivas ni verdades irrefutables. Detrás de todo raciocinio aparentemente lógico que hacemos para justificar nuestras decisiones en dicha materia, yace una asunción absolutamente subjetiva y personal de dogmas no negociables en función de los cuales vivimos.

Cuando nos vemos obligados a convivir con quienes obedecen a dogmas incompatibles, solo hay dos escenarios posibles: imperan los de ellos o imperan los nuestros. Lamentablemente, en el mundo actual queremos tanto ser los ‘buenos’ de la película que nos resulta intolerable aceptar que muchas veces estamos, sencillamente, imponiendo algo. Preferimos, en nombre de ese ‘buenismo’, dotar a las imposiciones de un barniz científico — como ‘ciencia jurídica’ o ‘ciencia política’— o apelar a casos extremos cuya carga emocional camufle la arbitrariedad de nuestra decisión. Todo con tal de no aceptar que “nosotros ganamos, ustedes se callan, ¡y punto!”.

La legalización del aborto, al final de cuentas, se reduce a la elección política-moral sobre qué es más importante: la soberanía de una mujer sobre su cuerpo o la vida del ser que lleva en su interior y depende temporalmente de ella para sobrevivir. Que ese ser sea producto de una violación no lo hace menos único ni auténtico — ¿o acaso eso es lo que quieren decir?— y un embarazo producto de una relación sexual consensuada tampoco debería significa que una mujer ya no es dueña de su cuerpo —¿o sí?—. Sin embargo, por miedo a debatir y chocar abiertamente sobre el aborto libre, nuestros políticos han preferido apelar al contorsionismo de la Corte Constitucional y al caso extremo del aborto por violación; como si probar una violación fuese fácil o hubiese manera de evitar que, para abortar, se disfrace un embarazo producto de sexo consensuado como uno producto de violación.

Hace algunas semanas, una consultora extranjera de la Organización de las Naciones Unidas acudió a la Asamblea Legislativa a defender la legalización del aborto por violación y, a la usanza de una autoridad colonial, les recordó a los legisladores que las obligaciones y estándares internacionales estaban por encima de lo que fuera que decidieran. Fue un escupitajo para la soberanía de nuestro pueblo, pero al menos fue una imposición política frontal. Cuando llega la hora, no hay que tener vergüenza de ser dogmático. No hay que tener vergüenza de exhibir los propios dogmas con orgullo cuando se gana; y tampoco hay que renegar de ellos cuando se pierde.

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