Doscientos años ¿de qué?

Sí, de la Batalla de Pichincha; la batalla de la independencia, la lucha por la libertad. Pero la libertad de los pueblos se traduce en la capacidad de darse su propio orden, de decidir someterse a sus propias leyes, de construir su propio destino. Esa organización —pueblo, poder, territorio— es lo que se conoce como Estado. Buen momento para evaluar qué hemos hecho con semejante proyecto.

Según nuestra orilla ideológica coincidiremos o no en ciertas cosas que debe hacer el Estado, pero hay algunas responsabilidades que no tienen nada que ver con la ideología y que constituyen la esencia misma de su existencia. El Estado se organiza para que los ciudadanos renunciemos al uso de la violencia, le confiemos la tarea de dirimir conflictos y le entreguemos el monopolio legítimo de la fuerza. Hoy, desde los más diversos sectores, esa función básica del Estado se ve en puesta en duda; mientras unos la exigen, otros la desafían: corrompiendo y asesinando a sus agentes, o romantizando la idea de que hay causas que bien merecen la ilegalidad, el caos y la extorsión.

Si hace doscientos años el ideal de la república luchaba por imponerse frente a formas de gobierno tiránicas o absolutistas, bien vale preguntarnos sobre las nuevas amenazas a nuestros ideales de vida en común. Hoy nuestra libertad está en grave riesgo por la avanzada de la violencia criminal; ya no hay cárcel para quien opina distinto (reciente reforma en el caso ecuatoriano) pero hay nuevas formas de cancelación, de silencio, de imposición de discursos únicos, de manipulación de la realidad. Han cambiado las amenazas y los enemigos, pero la aspiración de la democracia, de la república, de la convivencia pacífica, está lejos de ser un objetivo alcanzado. Llegamos al bicentenario en el marco de una crisis de seguridad sin precedentes, mientras la presidenta de la Asamblea Nacional tiene los días contados en el cargo y en el país ahora mismo no hay Contralor ni Presidente de la Corte Nacional de Justicia (¡!).

¿A dónde vamos doscientos años después? Probablemente, la respuesta sea regresar a lo elemental: renovar nuestra intención de un proyecto común, reconocer –en general, no a conveniencia– la necesidad de que el Estado ejerza la fuerza cuando se requiera imponer la ley, saldar nuestras diferencias con fraternidad, con empatía, siendo capaces de sentir el dolor del otro. Ninguno es un asunto sencillo, todos requieren mirar al frente, mirar el retrovisor y mirarse al espejo; y –como nos ha demostrado este primer año de gobierno– son todos problemas tan complejos que más vale no presumir que se arreglan en cien minutos ni con cien decretos.