Se murió doña Barbarita, una mujer mayor que vivió toda su vida en el campo. Una mujer de la que recibí cariño (mucho cariño), papas, choclos y habas. Murió luego de una injusta agonía. No había medicinas en el centro de salud de Penipe, peor en Candelaria (montaña arriba) que era donde vivía. No tenía carro, por eso no le podían llevar a Riobamba para que le traten. Doña Barbarita nunca tuvo plata, nació pobre y así mismo se murió.
Ella fue útil mientras podía cocinar. Luego, como la mayoría de adultos mayores, fue más bien un problema. Para el Estado fue un gasto y la vergonzosa evidencia de que pese a todos los discursos y ofertas de campaña, los pobres solo sirven cuando pueden votar… el resto del tiempo incomodan, molestan. De hecho por eso es que se les ignora con esa monstruosa brutalidad. No es humana la exclusión, pero aun cristiana. Pero ahí van ellos, los acróbatas de la moral, los planificadores de la política pública, poniéndose las hostias debajo de la lengua. “¿Cómo se puede dormir en paz en medio de tanta contradicción?” pienso mientras camino por el campo mirando de frente la pobreza. No vaya a ser que mañana me quieran convencer -con un bonito video- de que todo está bien. Por eso es que me doy el trabajo de vivir las carencias, para que mañana no venga uno de estos cínicos a enseñarme un cuadro de excel tratando de ‘evangelizarme’.
Pienso en doña Barbarita mientras camino en frente de su casa. Cerca está la escuela, una estructura mal parada, pero no importa… para lo que sirve. Esos guaguas no tienen futuro así que de gana meterles mucho cariño. Con que aprendan a leer para que puedan identificar a los candidatos en las papeletas, suficiente.
Algo estamos haciendo mal. Es bueno vivir la pobreza para entenderla, para combatirla. Eso no se logra desde un coctail, desde un ‘pauer poin’… se logra caminando sin escoltas, sin blindados, sin plata. ¿Cómo se combate lo que no se entiende?