Desde el privilegio

En una sociedad tan desigual como la nuestra, mirar la palestra pública desde el privilegio debe venir acompañado de una inmensa sensibilidad social. Cuando hablamos de privilegio, no me refiero a los grandes lujos, ni a la fortuna patrimonial (aunque es evidente que esos escasos sectores están incluidos dentro de la clase privilegiada), sino al acceso a educación de calidad, salud oportuna, alimentación variada y suficiente, así como a espacios seguros. Es decir, el acceso a servicios básicos fundamentales, en un país como el nuestro, constituyen todo un privilegio.

Me eduqué en un colegio privado elitista de la capital. Mis padres buscaron que tuviese acceso a educación bilingüe, laica y liberal, y yo cumplí la meta de que mis hijos repitan esa experiencia. Algunos de mis compañeros venían de familias muy adineradas, en las que yo no me veía reflejada de ninguna manera. Sin embargo, a temprana edad asumí la conciencia de pertenecer a una clase privilegiada. Es claro que cuando tenemos ciertos accesos tenemos también ventajas frente al resto, que no implica que no estemos expuestos a violencia, sobre todo a la violencia machista común a todos los sectores, pero definitivamente podemos desenvolvernos en espacios de paz y armonía con mucha más frecuencia que aquellas personas más pobres. Esa situación de ventaja conlleva algunas obligaciones de índole moral y ciudadana.

Es por eso que las expresiones de la primera dama, el pasado 25 de noviembre a propósito del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, generaron dolor e indignación. Sugerir siquiera que las mujeres son víctimas de ellas mismas y de permitir que las violenten es cruel. Y muestra un alto grado de desconexión con la realidad. Significa que la primera dama no conoce las deficiencias del transporte público, ni los riesgos de los barrios marginales, ni los horarios extremos de las madres que tienen que trabajar -como trabajamos la mayoría de mujeres ecuatorianas- pero que no cuentan con una red de cuidado y apoyo que, entre otras cosas, el dinero puede pagar.

Definitivamente la primera dama es libre de expresar su criterio como cualquier ciudadana y además no ocupa ningún cargo de representación popular (otro debate pendiente), pero tiene acceso a un micrófono. Y por eso me dirijo a ella, con absoluto respeto y apelando a los valores de la religión que las dos profesamos, para que se sensibilice ante la realidad de nuestro país y a la complejidad de la violencia de género.