La política contemporánea se ha contaminado de la nociva convicción de que el ciudadano promedio sabe cómo debe administrar un Estado moderno y que en una elección apenas busca un delegado que cumpla sus deseos. Semejante creencia es ridícula.
El ciudadano común y corriente no tiene ni siquiera un conocimiento rudimentario del funcionamiento teórico del Estado, peor aún de los detalles prácticos que se requieren para que funcione bien. Y aún si entendiera del tema, ¿qué nos hace pensar que tomaría las decisiones adecuadas y se aferraría disciplinadamente a su proyecto? Todos conocemos los riesgos del alcohol, de la violencia en las relaciones familiares, de las finanzas personales desordenadas o de la educación displicente; sin embargo, como pueblo, incurrimos en ellos con grotesca frecuencia, ¿qué nos hace creer que con la administración pública sería diferente?
Por definición, el político sabe cosas que la persona común ignora. En cada elección, el ciudadano corriente no elige un delegado ni un empleado, sino alguien a quien seguir, quien llevará la linterna y conducirá al grupo a través de la oscuridad en la que la gente promedio está sumida por su ignorancia. Lamentablemente, desde que los consultores terminaron de convencer a los políticos de que la gente sabe lo que debe hacerse y que su única función es facilitárselo, todo candidato se ha visto obligado a descender al fango de lo risible y de la irrespetabilidad con tal de que el ignorante ciudadano promedio, súbitamente elevado a sabio príncipe elector, le conceda su voto. Vivimos en un régimen de payasos sumisos y complacientes.
Este juego comunicacional ha contribuido aún más al desprestigio de la clase política y de la democracia. Los políticos son ahora despreciados, como si fuesen prescindibles jornaleros, por ese mismo electorado al que tanto han querido contentar. Y esa vara tan baja, puesta en función de la masa, ha enviado el mensaje a aventureros e incompetentes de que cualquiera puede meterse en política.
Los humanos necesitamos admirar a nuestras autoridades, sentir que son mejores que nosotros y que por ende es justo obedecerlas. Lamentablemente, la democracia contemporánea y sus consultores nos han arrebatado el placer de sentir que servimos a la gente correcta.