Daniel Márquez Soares
Cuando un orden se desmorona, es inevitable que otro ocupe su lugar, en tanto los seres humanos no toleramos la anomia y el caos por mucho tiempo. El Estado ecuatoriano está sumido en una crisis estructural —déficit energético, nulo crecimiento económico, descenso de natalidad, ola migratoria, imperio de la informalidad, parálisis burocrática— que, por su profundidad y complejidad, conlleva un hundimiento lento, pero seguro. A estas alturas, ya no es ningún secreto quién lo está reemplazando paulatinamente: el crimen organizado.
Usualmente, conforme las mafias acumulan más y más poder, tienden a mutar hacia formas de dominio más eficientes y menos ruidosas. Empiezan conquistando espacios en base a violencia explícita, pero luego mutan hacia papeles más discretos —como financistas, generadores de empleo y constructores de obra pública—, para terminar finalmente dando pie a un nuevo orden político, en el que dan forma incluso a la justicia y a la administración pública. Ese proceso de “blanqueamiento” y aparente pacificación del crimen organizado, de su mimetización final con el orden constituido, es lo que se vio en Rusia o en Colombia —bajos sendos “hombres fuertes”— y que probablemente veremos en Ecuador tras las próximas elecciones.
Resulta obscena, casi jocosa, la forma como en Ecuador se ha pavimentado la vía para la toma del Estado. Las autoridades electorales no tienen capacidad operativa, ni herramientas legales adecuadas, para evitar o perseguir la infiltración del dinero sucio en la política. El discurso oficial, desde hace varias administraciones, se ha encargado de que la atención pública se centre en los más bajos escalafones de la delincuencia —las bandas que prestan los servicios más primarios— en lugar de en los verdaderos tomadores de decisiones, financistas o intermediarios con el mercado global; algo así como atacar a un banco internacional enfocándose en quienes cuidan los carros en la vereda de en frente. Además, la clase política sigue sin ofrecer una alternativa real que le devuelva las esperanzas a la gente.
Es lógico y previsible que, bajo una fachada de “reordenamiento” o “pacificación”, el país experimente la pronta consolidación de un poder mafioso tras la próxima elección. También es probable, por ello mismo, que la campaña que se avecina sea inusualmente sangrienta. La única alternativa, que sería una verdadera reestructuración del Estado ecuatoriano –con el inevitable cambio constitucional y justificado abandono de ciertos tratados internacionales—, parece ya no interesarle a nadie.