Daniel Márquez Soares
El sábado pasado se produjo, en Cayambe, un nuevo linchamiento. El cadáver del sospechoso de secuestro y asesinato terminó colgado, desnudo, en medio de los vítores de cientos de decenas de ciudadanos enardecidos. A estas alturas, ya se trata apenas de un caso más.
La barbarie de la venganza tumultuaria, mal llamada “justicia por mano propia”, prolifera. El prontuario de hechos de este tipo resulta tan estremecedor como variado. El año pasado, en Toacaso, dos personas fueron quemadas vivas por cientos de comuneros. En Guamote, la multitud torturó públicamente a un supuesto vacunador durante horas, para luego quemarlo. A veces la turba prefiere matar a golpes en lugar de apelar al fuego, como sucedió en La Concordia con un supuesto arranchador, y en otros casos se muestra clemente y opta por solo mutilar, como con aquel sujeto en Santo Domingo al que le cortaron la mano derecha con un machete por asaltar a la salida de un centro de diversión nocturna. También se producen, a veces, lamentables equivocaciones, como cuando ataron a un poste y le prendieron fuego a un humilde reciclador de basura, o cuando casi matan a golpes a un hombre en Cevallos, que se salvó porque una vecina lo reconoció y alertó a la multitud que se trataba de la persona equivocada. Todos esos casos de los últimos meses permanecen impunes. Cualquier excusa sirve —justicia indígena, escasez de recursos, falta de evidencia, etc.— para mirar a otro lado y no hacer nada.
Los linchamientos, da igual si el del sábado en Cayambe o aquellos icónicos de un pasado lejano—como el de Eloy Alfaro en Quito o el del capitán Galo Quevedo en Portoviejo—, son episodios de comportamiento bestial que deben avergonzarnos. No hay nada que justificar ni romantizar en esos arrebatos de crueldad injustificada. No se trata de expresiones de justicia divina ni de legítimas reacciones populares; son apenas lapsus de anarquía, en los que la sensación de impunidad hace que la gente deje salir, de la forma más cobarde, el sadismo que lleva guardado.
Estos incidentes requieren, exigen, una urgente y justa dosis de represión civilizadora de parte del Estado. El pueblo está cada vez más viciado en sangre y violencia. Por medio de la acción policial y de la ley se debe sembrar en la población la conciencia del monopolio estatal del uso de la fuerza, y una elemental aversión a comportarse como bestias de presa.