Daniel Márquez Soares
El curso que ha tomado el caso de la muerte de la subteniente Aidita Ati resulta, como tantos hechos que se dan en Ecuador, asombroso y —al mismo tiempo— indignante. Tras la exhumación del cuerpo, un nuevo análisis forense concluyó que la oficial falleció por efectos del alcohol y que no existe evidencia alguna de violencia sexual. Ante ello, la fiscal se abstuvo de acusar a los militares que, con anterioridad, estuvieron detenidos varias semanas acusados de asesinato. Es oportuno recordar que, meses atrás, la autopsia inicial y otro peritaje habían llegado a escandalosas conclusiones diametralmente diferentes. Decían que la subteniente había fallecido como producto de asfixia mecánica, que varios agresores la habían sujetado, que ella había intentado defenderse y que sí existían lesiones genitales; un escenario completo de violación tumultuaria seguido de femicidio.
¿Cómo es posible que dos informes, presuntamente científicos y conducidos con la garantía estatal, resulten tan obscenamente divergentes? Poco a poco, otros detalles han ido saliendo a la luz: la autopsia inicial fue llevada a cabo por un médico general —a diferencia de la exhumación, que estuvo a cargo de dos experimentados médicos forenses—; la supuesta perito del primer informe no era especialista ni contaba con la formación necesaria; hubo ocultamiento de documentos y mutilación de videos, presuntamente de parte de los acusadores. En contraste, las versiones de los acusados —que siempre demostraron disposición a colaborar y facilitar muestras—, nunca arrojaron contradicciones.
Este hecho deja lamentables lecciones. Una vez más, la incompetencia burocrática ha servido para sembrar desconfianza y mancillar honras. Muchos funcionarios públicos siguen sin entender la justa dimensión, el inmenso impacto, que tiene todo aquello que dicen o firman en nombre del Estado. El caso de Aidita Ati no es el primero en el que queda una imborrable sombra de duda gracias a la irresponsabilidad de un funcionario que arroja gravísimas conclusiones de forma apresurada. No puede ser que los ciudadanos tengamos que acostumbrarnos a desconfiar de cualquier pronunciamiento estatal. Por otro lado, las pequeñas transgresiones a las normas más elementales siguen conduciendo a grandes tragedias. En la práctica, las tragedias colosales siempre germinan a partir de inobservancias aparentemente intrascendentes. ¿Acaso todo esto no se habría evitado si, en lugar de hacer de un cuartel una cantina de vulgares borrachos, los involucrados hubiesen respetado la básica disciplina militar?
Ahora la Justicia ecuatoriana tendrá que lidiar con sus propios errores y bochornos. Si los hechos son claros y la inocencia de los acusados indiscutible, les corresponderá a fiscales y peritos reconocer sus equivocaciones y disipar el malestar. Lo peor que podría pasar es que, una vez más, por presiones políticas y cobardía de las autoridades, se apele a las famosas “comisiones internacionales” que, como en el caso del asesinato del general Jorge Gabela, solo sirven para perpetuar dudas y saquear fondos públicos.