Daniel Márquez Soares
En Ecuador, al igual que en el todo el mundo democrático secular, ha hecho muchísimo daño la idea de que la violencia tiene un origen económico. Si esperamos —convencidos de que la pobreza o la desigualdad llevan a la gente al crimen— a ser prósperos para ser pacíficos, nunca tendremos paz ni, por ende, prosperidad.
Si se analiza con frialdad, se verá que no existe una correlación directa entre pobreza y delincuencia; hay países más pobres y menos violentos, y en el lejano pasado en el que Ecuador era mucho más pacífico, también era mucho más pobre. La desigualdad tampoco conduce —en Asia o en Oriente Medio— al sangriento descalabro que se ve en América Latina. Por último, el crimen no tiene, para los delincuentes, función de provisión ni de redistribución de la riqueza; no es que empleen los recursos que captan de esa manera para tener una vida normal para ellos y sus familias, como la que tendrían con un ingreso honesto, ni que ataquen a los más ricos para luego repartir equitativamente la riqueza. Al contrario, los delincuentes suelen derrochar esos recursos de las formas más erráticas y autodestructivas, las víctimas de la depredación no suelen ser los ricos, sino personas de la misma clase social que los criminales, y los hampones no solo que recrean, sino que magnifican, los esquemas de desigualdad en su entorno.
Así, la violencia no es una opción impuesta por condiciones materiales, sino una elección racional, tomada dentro de un marco moral específico. “Si puedo apelar a la violencia para hacerme con recursos más rápido y con menos sufrimiento, ¿por qué no hacerlo?”, piensa el delincuente. El factor determinante, en este contexto, es la impunidad, en sus diferentes facetas.
Existe una impunidad legal, que hoy resulta casi inevitable, no solo por la inoperancia de la justicia y del sistema carcelario, sino por la escuela antipunitivista que se ha apoderado del sistema. El tipo de penas y de cárceles no alcanzan para imponer la efectiva disuasión que existía en siglos pasados o que prima aún en regímenes ajenos a esta visión maternal de la justicia de Occidente democrático.
Esto, sin embargo, no sería un problema si es que existiese, al menos, la condena y el estigma social sobre el crimen. Muchas veces, y quizás ese es el factor que explica la inexplicable paz que reinaba en Ecuador en el siglo XX pese a tener penas risibles, la vergüenza y el ostracismo funcionan mejor que los policías y las cárceles. Lamentablemente, hoy, con la nueva brújula moral que ensalza el poder burdo, la vulgaridad y la ostentación, los criminales van por la vida sin que la sociedad les cierre puerta alguna.
Sin embargo, no hay peor impunidad que la espiritual. Durante la inmensa mayoría de la historia humana, no existió un Estado efectivo y las condiciones de subsistencia eran durísimas; pese a ello, la pacificación del ser humano fue una constante. El factor determinante en esta renuncia a la violencia no era el miedo a las elementos mundanos —como la justicia estatal o la venganza del prójimo—, sino el temor reverencial a supuestas fuerzas ajenas al mundo material —karma, justicia divina, infierno, maldiciones, o como se lo quiera llamar—. Este era el elemento fundacional, a partir del cual se construía la costumbre —que instauraba la condena social— que luego derivaba en un orden legal —que contemplaba el sistema penal—. En el materialista entorno secular actual, ya no existen esos elementos espirituales que garantizaban la paz aun cuando no había autoridad terrenal efectiva y que eran el verdadero germen del orden. Este clima de impunidad —legal, social y espiritual— explica lo que está sucediendo.
Afortunadamente, poco a poco, el sentido de justicia volverá. No vendrá a través de reformas judiciales ni de clases de Cívica, sino de ser pacientes testigos de las consecuencias que la violencia trae para sus actores y la sociedad en su conjunto. Aprenderemos por medio de la observación, al igual que nuestros antepasados hace miles de años, que entregarse al mal acarrea —para personas y colectivos— un cúmulo de desgracias, y que, en última instancia, sí existe una suerte de justicia divina. Como en tantas otras cosas, necesitamos sufrir un poco para asimilar lecciones que ya conocíamos, pero que tontamente olvidamos.