Daniel Márquez Soares
En tiempos recientes, cada elección de un nuevo papa despierta entre diversos sectores —muchos de los cuales, irónicamente, ni siquiera son católicos o religiosos, sino pronunciadamente seculares— el anhelo de un liderazgo más liberal y reformista para la Iglesia católica. Se insiste en el discurso de que suavizar la postura del Vaticano con respecto a algunos de los temas más polémicos —el aborto, la participación de las mujeres en el clero, los anticonceptivos, el celibato de los sacerdotes, entre otros— propiciaría, de alguna manera, la revigorización del catolicismo y, con ello, un renacer de la moral cristiana en Occidente.
Este planteamiento nace de la ingenua suposición de que los lineamientos morales católicos son demasiado rigurosos, y que, si se los suavizara un poco, tanto el número de fieles como la influencia de la Iglesia crecerían. Sin embargo, hasta ahora, la evidencia demuestra lo contrario. Durante el último siglo, la Iglesia católica ha aligerado considerablemente muchas de sus posturas —con respecto a otras religiones, al Estado laico, al marxismo y el ecologismo, a las exigencias rituales, a la homosexualidad, etc.— y eso no ha conllevado en absoluto el tan esperado renacer; otras iglesias evangélicas han ido aun mucho más allá en nombre de la tolerancia y de la inclusión, y no se han vuelto dominantes, sino que prácticamente han desaparecido. La verdad es que, independientemente de qué tan ligero sea el ideal moral que se establezca, la naturaleza humana siempre nos llevará a anhelar más y más condescendencia hacia nuestras debilidades.
Los líderes religiosos se ven obligados a establecer una elevada vara en el terreno de la fe y de la moral porque la gente común siempre suele quedarse corta en ese cometido. Si baja la exigencia, también baja, aun más, el estándar de las personas. Es el comportamiento humano el que debe adecuarse al ideal establecido por la divinidad, no al revés. La delicada tarea de discernir entre el bien y el mal, entre lo lícito y lo ilícito, requiere firmeza y coraje, no anuencia interminable.