La constituyente nonata

Daniel Márquez Soares

Bastaron dos semanas para que el proyecto de una Asamblea Constituyente fuese liquidado por la clase política ecuatoriana. La idea se diluyó en medio de discusiones bizantinas, empujadas por el legalismo farisaico de supuestos juristas y de los funcionarios del sistema de partidos. Los protagonistas de la estéril discusión comenzaron por aceptar el artículo 444 de la aborrecible Constitución de Montecristi —con su prescripción de tres procesos electorales para cambiar de constitución— y, peor aún, el dictamen de la Corte Constitucional —guardiana de la República de Montecristi— que prohíbe la figura de los plenos poderes. Básicamente, se han arrodillado ante las normas dictadas por el propio sistema lo perverso que se quiere combatir.

El liderazgo político insiste en ignorar la magnitud de la amenaza que constituye el engendro de Montecristi y la forma en que imposibilita el desarrollo de la nación ecuatoriana. Exigir respeto a ultranza a las normas ahora es como pedirle buenos modales y gestos delicados a alguien que se está ahogando.

El Estado de Montecristi se levantó a partir de una figura de plenos poderes que fue construida con trampas y arbitrariedades, y no tiene autoridad moral para exigir que sus detractores no hagan lo mismo. Igualmente, concepciones nocivas de nuestro ordenamiento estatal —como el concepto de “sectores estratégicos”, el diseño de nuestra seguridad social o el código laboral, entre otros— fueron imposiciones de procesos dictatoriales. Otras ideas perniciosas, como el concepto de “pluriculturalidad” o la primacía de tratados y convenios internacionales, fueron impuestos en 1998 por un sistema de partidos diseñado y cooptado por intereses extranjeros, sin referéndum alguno. ¿Por qué ahora, para liberarse del modelo de Montecristi, hay que exhibir escrúpulos que nunca importaron antes?

Otra oportunidad perdida. No queda sino aguardar a que el Estado ecuatoriano siga descomponiéndose; a que ya no haya nada que reformar, sino apenas escombros que barrer —sin legalismos—.

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