Daniel Márquez Soares
La agitada coyuntura interna no debe distraernos del hecho de que, en apenas siete años, Ecuador ha dado un giro geopolítico de 180 grados. Quienes han estado detrás de su planeamiento han cosechado un innegable éxito.
Los proyectos de Estado a Estado entre China y Ecuador prácticamente se han detenido, al igual que la tan criticada relación financiera que durante varios años fue la principal arteria que le permitió subsistir al Gobierno nacional. Las empresas chinas —muchas de envergadura, especialmente en energía y minas— y rusas que operan en el país se han visto reducidas a un extraño silencio.
Parte de este giro, o quizás su causa misma, han sido los aleccionadores juicios que han recibido, tanto a manos de la justicia ecuatoriana como de la estadounidense, diferentes funcionarios y hombres de negocios que tomaron parte en los entramados que beneficiaron a empresas chinas y perjudicaron a sus competidoras norteamericanas. No debe olvidarse que lo único que tienen en común todos los escándalos de corrupción aparentemente tan dispares que se han denunciado son sus implicaciones geopolíticas. Los burdos, pero también abundantes y abultados, casos de ecuatorianos saqueando a ecuatorianos poco parece haberle importado hasta ahora a la justicia nacional e internacional.
Al mismo tiempo, la diplomacia ecuatoriana parece haber dejado a un lado los hábitos bulliciosos y pendencieros de décadas pasadas. Ya no hay el afán de meter las narices en grandes casos, como el de Assange, ni el interés en mostrarse como un actor belicoso, obsesionado en codearse con Erdogan, Lukashenko, el chavismo, la República Islámica de Irán y demás disidentes. Incluso la polémica relación militar con proveedores del bloque BRICS tuvo un final abrupto y definitivo.
Así, el proyecto de un Ecuador desarrollista autoritario, patrocinado por potencias extracontinentales, llegó a su fin. El problema es que nadie parece tener claro cuál es la verdadera alternativa.