Que en el Ecuador ha habido corruptos desde siempre no lo ignora nadie. Sin embargo, no hace daño el que nos lo recuerden de vez en cuando, por ver si nos enmendamos y cambiamos de malas costumbres. Por eso se da la bienvenida a cualquier nuevo estudio o resumen sobre el triste asunto. Allí el lector espera que, como el niño en el cuento infantil, el autor grite la desnudez de reyes pasados y presentes con el desparpajo imparcial de la infancia; espera los datos fidedignos aunque fueran en desmedro de algún admirado personaje o de cierto intocable prócer.
Cuando se habla de corrupción y se eliminan datos ciertos, evidentes, constatables no solo en la documentación conservada sino en los mismos textos citados como fuentes, los lectores perciben un tufillo molestoso que impide mantener confianza total en la trama misma del libro que pretende sacar los cueros al sol a una sociedad olvidadiza.
Es el caso de un reciente libro sobre actos de corrupción en nuestra historia en que se relata parte de los avatares sufridos por el Ferrocarril del Sur ecuatoriano. No se menciona algún acto sospechoso de Eloy Alfaro, a pesar de que consta en uno de los artículos citados en la bibliografía, escrito por John F. Uggen. ¿Cómo se explica que el contratista para la construcción del ferrocarril, Archer Harman, aportara con 100 dólares para la compañía y al final tuviera unos milloncetes? Con el agravante de que la empresa continuó en sus manos. ¿Cómo se explica que el gobierno de Alfaro no ejecutara la cláusula por la cual si el ferrocarril no llegaba a Quito en la fecha estipulada, pasaba a poder del Estado ecuatoriano? Llegó un año después.
Los autores favorables a Alfaro nunca mencionan las acusaciones de que vivió un tiempo con la venta de acciones del ferrocarril o que Harman no cumplió con las especificaciones sobre terraplenes y durmientes con la evidente anuencia del contratante, Alfaro.
Historias de corrupciones, pero medias historias de corrupciones a medias. ¿Será cuestión de meras simpatías políticas?