Corina Dávalos
El funeral del papa Francisco nos ha mostrado su último testimonio de sencillez. Vuelve, Francisco, a la tierra, como uno más. Esa tierra que fue motivo de su preocupación pastoral, esa tierra a la que llamaba “la casa de todos”.
Demasiados medios, políticos y opinadores han querido llevar al Papa argentino hacia la tierra infértil de la ideología. Como si los tiernos desvelos de Francisco por los pobres, los migrantes, los niños no nacidos, los enfermos, hubiesen brotado de la nada a la que aboca el materialismo dialéctico.
No ven, o no quieren ver, que el Papa solo ha señalado –con la fuerza del ejemplo y el Magisterio– algunos mensajes de Jesús que necesitábamos escuchar con más fuerza en estos tiempos. Francisco quiso que desecháramos la violencia, el egoísmo, la falta de esperanza, la lejanía de Dios. Veía con profunda tristeza que nuestra cultura nos llevase a desechar personas. Siempre hay una excusa para el descarte: piensa diferente, se ve diferente, no produce, vive en un vientre, huele mal, quiere mal…
Francisco era el altavoz del Corazón Misericordioso de Cristo. La Misericordia era la medida de sus preocupaciones y el remedio con el que quería curar los males del mundo. Quería llevar a creyentes y no creyentes a entrar en ese Corazón en el que, como él bien sabía, todos podemos encontrar cabida, cobijo y cuidado. “La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida”, nos decía en su carta apostólica Misericordia et misera.
Francisco ha hecho un viaje a la tierra con su cuerpo y a la eternidad con su alma. Los que seguimos viviendo en este mundo herido, tenemos mucho que aprender todavía del Papa que se nos ha ido. Siempre le recordaremos en la plaza de San Pedro, vacía y lluviosa. Caminando lentamente, solo, hasta el altar para pedir por nosotros. Cuánto nos consoló ese gesto, cuánto nos unió con su esperanza. ¡Gracias, papa Francisco! Hasta pronto y gracias.