Contra viento y marea

En marzo de 2021, los medios de comunicación publicaron unas cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Inec), que señalaban  a 32 de cada 100 ecuatorianos en situación de pobreza para diciembre de 2020. El 32% de la población vivía con USD 2,80 diarios de ingresos en esas fechas.

Con certeza, esta situación de precariedad, que ha sido ancestral en la Patria, se agudizó  gracias a la visión del “Socialismo del siglo XXI” que por todos los medios apostó por un gigantesco Estado empleador que a la postre demostró ser ineficaz en la administración las empresas que tomó a su cargo, sin contar con la dilapidación de las arcas fiscales a nombre “obras monumentales” y la infamante corrupción de los funcionarios que se adjudicaron el membrete de “revolucionarios”.

A estas acciones se sumó un ensañamiento en contra de la empresa privada, a través de una serie de trabas y castigos que hizo del trabajo empresarial particular  un verdadero calvario. Los debilitamientos a los colegios profesionales, las divisiones entre trabajadores y empleadores, las perversas leyes  emergentes y más acciones negativas del correísmo, generaron definitivamente un caos económico que terminó incrementando los índices de pobreza.

Es de temer que esas cifras publicadas hace seis meses, se muestren peores en la actualidad, pero es necesario también poner el hombro, no solamente para las vacunas contra el covid-19, sino para darle un compás de tiempo a este gobierno que ofreció restaurar y reactivar la economía del Ecuador, impulsando las iniciativas privadas que puedan generar empleo, con apego a la dignidad de los trabajadores.

Después de los tiempos tan complejos que se han vivido, no hay más remedio que confiar en el gobierno central y sus proyectos; pero no es posible permitir la pugna legislativa. Bien sabemos que los asambleístas no son los verdaderos representantes de los pobres; una cosa es que los pobres electores les dieron su voto y otra es que estos se sientan representados.

Ya lo dijo Aristóteles 300 años AC, que una falencia de la democracia es el poder ciego de las mayorías, mucho más cuando sin razón ni conciencia se vota y actúa en función de intereses sectarios o personales, casi siempre mezquinos.