“¡De qué cantidad de cosas y cuántas veces hemos tenido los exiliados, los emigrados, que despedirnos!”, clamaba el escritor austriaco Stefan Zweig en 1939. Nada parece haber cambiado. Exiliados, desafectos, gusanos, emigrados y apátridas o escapados, refugiados y emigrados, ¿qué quieren decir esas palabras? Desposeídos de la nacionalidad, acusados de escaso patriotismo, embargados por la ira y el sentimiento de injusticia. Todo se enfoca en la diferencia.
A primera vista, tampoco se percibía el tamaño de la desesperanza: despojados de nuestras propiedades y arrojados fuera de forma abusiva. Hay el duelo, un sentimiento de pérdida, cierta vergüenza. María Zambrano dijo alguna vez: “El exiliado es el devorado por la historia”. Siempre la nostalgia por la tierra perdida, o bien de la esperanza de un ansiado regreso. Pero hay otros rincones en la memoria: las vejaciones, las represalias, la persecución, las delaciones, los presos, los torturados, aislados del resto, encarcelados y fusilados. Desde esta orilla, con el tiempo enviamos dinero, ropa, medicinas y alimentos. Así es, el ciclo no tiene fin, para mantener la ilusión.
Irnos de un día para otro, sin tiempo para el adiós. El exilio, a veces una forma de vida comunitaria, remedo del sentido de pertenencia. Por motivos políticos, nos habían negado el derecho a ser ciudadanos. Son inconsolables las heridas y las cicatrices compartidas. La huella de exilio será ya una presencia dolorosa e inseparable. Porque no se puede volver atrás; porque no se dan razones.
Miles optaron por volver. Hay el deseo de regresar, teñido de cierta mitificación, pero ¿todo lo demás se ha mantenido como estaba? Es el caudal de recuerdos del pasado, la violencia con la que fuimos expulsados, las ofensas que sufrimos, la poca fe, un gran temor. Imposible retorno a un paraíso perdido, una patria, un lugar de ensueño volatilizado, fulminado, al que jamás se regresará.
De vencedores y vencidos, unos pocos hemos sobrevivido.