Carlos Freile
Los inventores de las competencias deportivas como muestra de convicciones profundas, los griegos clásicos, establecieron las Olimpíadas para honrar a sus dioses. No eran concursos meramente físicos, sino ritos religiosos. Por eso hubiera sido impensable que durante su celebración se hiciera burla de las diversas divinidades veneradas por las polis. Para entender mejor la centralidad de las vivencias religiosas de los griegos, recordemos dos hechos: en cierta ocasión, se cometió un sacrilegio en un templo de Atenas, pero las autoridades no llevaron a cabo los ritos expiatorios mandados por la tradición. En consecuencia, los espartanos atacaron a los atenienses, los vencieron, ocuparon la ciudad, cumplieron con las normas litúrgicas de desagravio y abandonaron Atenas. Lo hicieron porque creían que las iras divinas caerían sobre todos los griegos.
Otro hecho: en varias polis griegas democráticas, ciertas autoridades no eran elegidas por voto popular sino por sorteo, dejando en manos de los dioses la elección de los dirigentes. Con estos antecedentes, ¿piensan ustedes que los griegos hubiesen aceptado una ceremonia en que se burla de una religión, como sucedió hace pocos días?
Otro detalle: si Píndaro hubiese visto al personaje dionisíaco como protagonista de uno de los momentos icónicos de la ceremonia, habría quedado estupefacto, porque Dionisos no era un dios olímpico, venía del extranjero. No sin razón, algunos comentaristas han visto en ese actor azulado un guiño a Nietzsche, conocido combatiente contra el cristianismo.
En estos días, las Olimpíadas parisinas han exaltado la Revolución Francesa, poniendo énfasis en su carácter anticatólico y sanguinario. Han mostrado el desprecio de las clases dirigentes francesas por su tradición milenaria, no solo religiosa sino cultural. Se llenan la boca con el laicismo de Estado, pero atacan una religión, mas no a la que ahora en Francia comienza a dominar. Rompen el laicismo sin consecuencias, ofenden y permanecen tan campantes.
Imaginemos a Sófocles frente al cadáver decapitado de María Antonieta con la canción de sus enemigos en los labios. Él, piadoso defensor de los ritos fúnebres, habría lanzado anatemas contra los sacrílegos y renegado de estas Olimpíadas tan alejadas de las originales.
Ya fuera de la ceremonia inaugural, el historiador Tucídides se habría maravillado de que no se respetara la tregua sagrada durante la Olimpíada y no comprendería que se haya invitado a uno de los contendientes de una guerra en curso y no al otro. Rarezas de los Juegos Olímpicos modernos, dirían los griegos clásicos.