Carlos Freile
Varios pensadores creyentes separan el concepto de fraternidad católico del laico surgido a partir de la Ilustración en el siglo XVIII; lo hacen porque en este último falta la figura del padre, y es cierto. Pero debemos recordar que entre los griegos ya se hablaba de un dios padre, por ejemplo Homero se refiere al “Padre de los dioses y de los hombres”, Platón tiene textos en el mismo sentido, lo propio hicieron los filósofos estoicos. ¿En dónde estriba la diferencia? La respuesta es sencilla y lo sabe cualquier estudiante de los prolegómenos de la filosofía griega: el Dios padre heleno es un tirano sin relación alguna con sus “hijos”, como no sea el haberlos engendrado de diferentes maneras, carece de una auténtica paternidad vivencial. Su figura se asemeja, en parte, al concepto de Dios creador de las religiones judía y cristianas, pero solo como origen último de todo y de todos.
El Dios Padre católico se distingue por una cualidad diferente: tiene una relación personal con sus hijos, se preocupa de ellos, les traza un camino. Pero eso no es todo, este Dios Padre tiene un Hijo especial, Jesús, por lo cual nuestra fraternidad alcanza niveles que bien se pueden llamar divinos. Notemos que cuando Jesús nos enseñó la oración básica de la fe católica no nos dijo que nos dirijamos a Él con las palabras “Padre mío” sino “Padre nuestro”; con ello no solo nos abrió los ojos a la realidad de un Dios al que nos podemos dirigir con confianza, que nos oye y se preocupa de las necesidades espirituales y materiales, sino también puso énfasis en que somos hermanos y tenemos un Padre común, este no solo está en el lejano origen de la humanidad sino que actúa en el presente con todos y cada uno de sus hijos. Solo esta paternidad “da relevancia a la fraternidad entre sus hijos”, en resumen sabio de Joseph Ratzinger, quien añade: “La fraternidad cristiana se basa profunda y definitivamente en la fe que nos asegura que somos realmente hijos del Padre del cielo y hermanos unos de otros. Tal convicción nos exige ser cada vez mucho más conscientes de la dimensión social de la fe de lo que ha sido hasta el momento presente” (el texto es de 1960).
Por eso los católicos, desde el inicio de la Iglesia, no solo han sabido dar su vida por ese Dios Padre sino también por sus hermanos, y lo han hecho de innumerables formas y en circunstancias variadísimas; por eso han cuidado y cuidan a los desvalidos, a los pobres, a los oprimidos y explotados, a los enfermos, a los huérfanos, a los ancianos… Es cierto que muchos no cumplimos ni de lejos el mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos y a lo largo de la Historia nos duelen muchas injusticias y atropellos porque, como dice Julien Green: siempre habrá un Judas a dos pasos de nosotros.
Este resumido recuerdo de un punto crucial de la doctrina católica, que casi por quinientos años ha sido el sustento cultural de la mayoría de los ecuatorianos, lo propongo como un modesto homenaje al 53º Congreso Eucarístico Internacional que mañana culmina en Quito (y que, de espaldas a nuestra tradición centenaria, ha tenido escasísimo eco en nuestros medios de comunicación).