Carlos Freile
Nosotros los legos en materias jurídicas hemos creído siempre que para perdonar un delito por el cual alguien ha sido condenado una sentencia ya ha sido dada. En otras palabras que las amnistían proceden, además de cumplir con requisitos establecidos por la ley, cuando se ha dictado sentencia de culpabilidad. Los expertos sabrán corregirme.
Pero en los Estados Unidos acaba de pasar algo inaudito: el presidente Joe Biden, en los últimos minutos de su mandato, ha firmado un decreto en que concede una amnistía preventiva a algunas personas que están sujetas a investigación sobre posibles violaciones a alguna ley, pero que todavía no han sido formalmente acusadas de ninguna transgresión. Estas personas son: James B. Biden, Sara Jones Biden, Valerie Biden Owens, John T. Owens y Francis W. Biden. A ellos el expresidente ha añadido el exrepresentante Liz Cheney, el general Mark Milley yAnthony Fauci, responsable de la salud nacional durante la conocida pandemia.
Los observadores de la política norteamericana, que no están sujetos a la ley de silencio o del disimulo impuesta por la ideología dominante, se han maravillado por este acto y han comentado que refleja “un inicial miedo por el futuro”, como señala una periodista europea, o que una investigación del Congreso, ya bajo la nueva administración, saque a la luz todo un conjunto de negocios fraudulentos con los cuales los miembros de la familia Biden se han enriquecido en estos años bajo la sombra del anciano valetudinario.
Todos recordamos, o debiéramos hacerlo, que Hunter Biden, hijo del exmandatario, ya fue amnistiado por delitos cometidos, sobre ellos se han publicado varios libros, de tal manera que la corrupción de esa familia ha quedado en evidencia.
Frente a estos hechos, nosotros los hombres comunes, habitantes de regiones periféricas y sin ninguna influencia política, ni siquiera en la parroquia donde vivimos, solo atinamos a recordar la condena de Jesús a los hipócritas, a esos personajillos que ponen grandes pesos sobre los hombros de los demás y ellos no los tocan ni con la punta de la uña; hipócritas que lanzan al viento acusaciones contra sus enemigos y ocultan su podredumbre con astucia.
Hemos llegado al extremo de que la tan mencionada mujer del César ya ni siquiera debe aparentar honestidad, no se diga practicarla, pues será perdonada antes de que se pruebe su mala conducta. No se niegan los delitos, pues perdonarlos antes de su demostración es confesión patente de reconocer que se han cometido. Siempre ha habido corrupción, y siempre la habrá; pero a lo largo de los siglos ha habido épocas y sociedades en que la desvergüenza ha soprepasado los límites no digamos de la astucia sino del mínimo sentido común. Esta es una de ellas.