Aluvión

No es primera vez que la ciudad afronta este tipo de desgracias naturales. Por la década del setenta hubo otro desastre, justamente en La Gasca y en contra de sus habitantes —me refiero a todos los que moran sobre y bajo la Occidental, quienes viven en zozobra al pensar que en cualquier momento puede venirse el monte sobre ellos—.

En esta ocasión el trágico saldo es más de una veintena de seres humanos fallecidos, como cuarenta heridos y cuantiosas pérdidas materiales, sin contar con la calamitosa situación en la que se mueve todo ese sector de la ciudad, a causa del aluvión que a su paso va cambiando la geografía y dejando una estela de horror y daños.

Pero estamos en el 2022. Esto es el siglo XXI y equivocadamente pensamos que de alguna forma tenemos garantizada la seguridad en una era de tanta tecnología e inventos fantásticos para todo. De hecho, no se trata de existir en el primer mundo; seguro está que la naturaleza no respeta nada ni a nadie. La prueba son las tormentas, huracanes y otros fenómenos que malogran ciudades de países muy desarrollados; pero no es el caso de nuestra ciudad, que inescrupulosamente se ha asentado en  las peligrosas faldas de una montaña que hoy por hoy está deforestada, sin la capa vegetal que permite una succión natural controlada de la humedad, convirtiendo lo que antes fueron bosques en una fatal bomba de tiempo lista a desgalgarse y causar tragedias sin nombre como la que hemos sufrido en días pasados.

Cabe preguntarnos qué dicen las autoridades municipales encargadas del asentamiento y desarrollo urbano, qué dice el alcalde y los concejales, porque cuando se trata de impuestos, de llevarse los vehículos mal estacionados o de armar escándalos en las reuniones del cabildo, son de primera plana.

No es concebible que los políticos, aprovechando  la desgracias como esta, lancen lodo  a todas partes y contra todos para pescar a costa de quienes sufren, con la bandera de la culpa lista a enarbolarle donde les dé la gana.

Son años de irresponsabilidad y permisividad política, en ocasiones para canjear por votos los asentamientos en zonas peligrosas, talando los bosques protectores y rellenando quebradas por doquier, únicas vías de escape del agua que se acumula en las laderas. Lo ocurrido el lunes en Quito es un anuncio de algo peor que puede sucedernos; lo sorprendente es que no haya ocurrido antes.

Ahora cabe tomar conciencia de los deberes ciudadanos con alcantarillas, sumideros y de las responsabilidades de quienes  gobiernan la ciudad para precautelar con seriedad estos desastres que nos mutilan como seres humanos y como colectividad.

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