Afganistán y el destino de los enclaves

Los civilizadores occidentales tienen la idea de que se puede construir una democracia desde lejos. Creen que es posible trabajar en ello desde Washington D. C. o Ginebra, cinco días a la semana, ocho horas al día, y que cualquier contratiempo se supera con más fondos. Lo que ha sucedido con Afganistán es un oportuno recordatorio de que eso no es posible. Jamás lo ha sido.

Estados Unidos gastó más de dos billones de dólares en su intervención militar en Afganistán. De esos, 150 mil millones fueron destinados a la reconstrucción de infraestructura e instituciones; otros países destinaron alrededor de 30 mil millones más. Sin embargo, por más que hubiese el dinero, faltaba la gente. La diáspora de ese país suma varios millones de personas; los afganos con anhelos demócratas y afán de occidentalización, muchísimos de ellos fabulosamente educados y productivos, hace mucho tiempo que habían abandonado ya su patria, prosperaban en Europa y Norteamérica, y no tenían interés en volver.

La reconstrucción afgana fue manejada desde los centros de poder occidentales. El dinero de ayuda que entró a raudales generó toda una nueva clase social dependiente de él, que tenía interés, pero no necesariamente compromiso; el número de habitantes de la capital se duplicó. Mientras, el grueso de la población tenía sus lealtades claras y así, apenas Estados Unidos salió, el movimiento talibán retomó el poder.

No es una guerra religiosa. El movimiento talibán es apenas parte de una secular lucha de construcción nacional. Afganistán es un país condenado a la conflictividad por su ubicación y composición, que solo ha tenido largos periodos de paz cuando ha sido unificado bajo un líder carismático respaldado por una potencia cercana. Estados Unidos está demasiado lejos en el mapa como para que su experimento fuese sostenible.

Quizás otra hubiese sido la historia si todos esos afganos demócratas y educados hubiesen retornado. Lamentablemente, no se puede forzar un sistema a la distancia, en medio de una cultura ajena. Da igual si Rodesia, la Sudáfrica del apartheid, la Argentina con ínfulas europeas de hace cien años, la Bolivia de Sánchez de Lozada y Jeffrey Sachs, o el Afganistán y el Hong Kong de hoy. Los enclaves jamás perduran.

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