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Alfonso Espín Mosquera

Ninguna sociedad a lo largo de la historia ha sido equitativa. Unas más que otras han sido bárbaramente crueles y, ancestralmente los hombres se han subyugado unos a otros. El poder y el dinero siempre fueron los fines perversos que ha perseguido la humanidad, según da cuenta la historia desde el aparecimiento del primer ser humano en la faz de la Tierra.

Al margen de cualquier ideología, en la naturaleza humana está la codicia,  prueba de ello el aberrante consumismo que impera en el mundo actual. La felicidad se busca en los bienes económicos y el éxito se mide por la cantidad de fortuna acumulada.

Crecemos adaptados a un sistema de competencia desde niños, que con el tiempo va perfeccionando una serie de formas arribistas, que no se compadecen con el respeto a los demás ni a sus pertenencias, al punto que muchos hombres en la actualidad hasta  justifican los actos fraudulentos como un ‘sacrificio’  por el bien de sus descendientes.

Muchos son los casos de sentenciados por delitos contra el Estado, peculados, cohecho, asociación ilícita, en fin,  que “soportan” unos tiempos en la cárcel, para después salir a gozar de los dineros mal habidos.

La gente de este tiempo no quiere lo complejo, rehúye del esfuerzo; gusta de lo fácil, vive de la inmediatez. Todo se convierte en un negocio detrás de fines monetarios a ultranza, sin importar los medios para la consecución. En la educación, por ejemplo, hay un mercadillo de carreras, diplomados, maestrías; estás últimas, en menos de un año, en muchos casos sin mayor importancia de la calidad, sino ajustándose a las condiciones de los ‘clientes’, a los que hay que captarlos, en una descomunal lucha mercantil entre instituciones educativas.

La política es uno de los negocios más burdos de estos tiempos. Bueno sería que los militantes de las diferentes tiendas políticas sigan alguna ideología y sean fieles a esos principios. Las candidaturas a tal o cual dignidad tienen precio, son inversiones al mejor postor, con la garantía de resarcirse lo gastado en la campaña, una vez que se gane.

La Asamblea es el mayor ejemplo de este negocio. De cualquier movimiento político, todos los asambleístas se rasgan las vestiduras hablando de honestidad, de decencia. Hoy por ejemplo, de labios para fuera se hacen los que le dan tiempo al presidente para que se vaya  a su casa y venga la muerte cruzada, cuando la verdad es que eso no les conviene porque perderían los casi cinco mil dólares mensuales que cobran, más los sueldos de sus asesores. Solamente juegan a favor de sus intereses, no importa si hay que votar a favor o en contra, el punto es hacer protagonismo y tirar el agua a sus molinos.

Lo mismo pasa en los concejos municipales y en todos los cargos que se nombran en las diferentes dependencias estatales, cada vez que se cambia de cabezas en el gobierno. A nadie le importa el país, sino su personal existencia y la de su círculo familiar íntimo.

Las redes sociales son el campo de batalla del mundo político. Allí se lanzan insultos amenazas, aparecen los redentores, los  buenos pensamientos, también opinan los prófugos de la justicia. Los odios se exacerban a favor o en contra de uno u otro político, mientras los youtubers, tiktokeros e influencers, hacen agosto recibiendo likes y suscripciones, por contenidos triviales y escandalosos.