Un repetitivo y perverso guion dicta el curso de la violencia criminal en Ecuador. No importa qué banda se desarticula ni qué cabecilla cae; de inmediato asoma un reemplazo. Entonces, el nuevo actor anuncia su llegada con una ola de sangre y muerte que pone en vilo a toda una zona. El Estado responde. Llegan los estados de excepción, las cadenas nacionales, los desplazamientos de autoridades y el endurecimiento de penas; exaltada y conmovida, la población aplaude. Luego de un tiempo, los artífices del caos caen presos o asesinados. Entonces, como nueva moda de temporada, otro grupo criminal surge y toma su lugar. Una y otra vez.
Al final, lo único que permanece es la violencia y la secuencia de muertes de jóvenes ecuatorianos que le sirve de combustible. Mientras, las fortunas de los lavadores y de los traficantes de armas que mueven los hilos siguen engordando, porque, según las últimas denuncias, aquí la justicia solo alcanza a quienes no tienen para pagar la tarifa.
Resulta profundamente hipócrita, cínico incluso, que el mismo Estado que ofrece muy poco, o casi nada, espere civismo y estoicismo a ultranza de tantos jóvenes excluidos. No se les ofrece una educación útil, no tienen oportunidades de empleo, se les niega el crecimiento económico, no se les ofrece deporte ni cultura. Sin embargo, se les exige que no ingresen en el mundo criminal, bajo la amenaza de penas cada vez más severas, y que se hundan en el silencio en la miseria.
No hace falta ser un genio para darse cuenta de que esa política no tiene futuro.