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Retrato de Vsevolod Mikhailovich Garshin, en un óleo creado por el artista ruso Ilia Efimovich Repin.
Retrato de Vsevolod Mikhailovich Garshin, en un óleo creado por el artista ruso Ilia Efimovich Repin.

La Europa de las artes

Se puede argüir que la planta física del Museo Metropolitano de Nueva York es una suerte de palimpsesto tridimensional. Desde su creación, no ha cesado de transformarse mediante adiciones y variaciones sustanciales. Algunas de esas modificaciones han respondido a la necesidad de alojar una colección siempre creciente. Otras se han debido a la evolución de las nociones relativas a cómo la obra de arte debe ser presentada al público.

Hace pocos meses uno de esos cambios concluyó con la inauguración de las nuevas galerías grecorromanas. A principios de diciembre, el turno fue de la pintura y escultura europeas de los siglos XIX y XX. Casi 11 mil metros cuadrados están a ellas consagrados, luego de una renovación y expansión considerables.

Como en toda apertura o exhibición especial, el Metropolitano abrió sus puertas a la prensa de manera exclusiva, durante una jornada en la que se halla normalmente cerrado al público. Fuera, los árboles del Parque Central aparecían casi totalmente deshojados y el viento golpeaba a los pocos aventurados transeúntes. Dentro, la magna institución aparecía insólitamente silenciosa, desprovista de las multitudes que la frecuentan. En el gran hall, se daban los últimos toques a las decoraciones navideñas de rigor.

Ya en las nuevas galerías, diagrama en mano, un dilema se proponía a los asistentes. ¿Dónde comenzar y a qué espacios dedicarles más tiempo, cuando cada sala está colmada de obras de importancia superlativa? Tan grata interrogante puede responderse sea buscando piezas favoritas, sea dejándose llevar por el azar, abandonándose a las sorpresas a la medida que los pasos abren nuevas perspectivas.

Tomando esta última vía, se descubre por ejemplo el retrato de Vsevolod Mikhailovich Garshin, en un óleo creado por el artista ruso Ilia Efimovich Repin. Garshin, joven poeta cuyo contrario hado terminaría en suicidio, parece sumir en su expresión toda la desesperanza de sus tragedias. En la sala contigua, otro retrato aguarda. Es Serena Pulitzer Lederer, esposa de un rico empresario vienés, captada por la paleta de Gustav Klimt. El contraste no puede ser mayor. Etérea y sin preocupaciones, la dama sonríe envuelta en la luminosidad de su blanco vestido.

Otro contraste, esta vez esencialmente de oficio, es el que se encuentra en un cuadro con dos lados, colocado sobre una pequeña columna blanca. Una de las superficies muestra la imagen de una mujer pelando papas, obra de Vicente Van Gogh. Los trazos son bruscos, cargados y oscuros. La superficie contraria acoge un autorretrato del pintor con un sombrero de paja; el toque es esta vez ligero, luminoso, claramente influenciado por el impresionismo.

En los meses transcurridos entre la creación de las dos pinturas, Van Gogh ha visitado París y de él se ha nutrido. El cuadro doble encarna su transformación y la torna inusualmente asequible.

Otro autorretrato de intensidad suprema se halla no muy lejos. Son los ojos penetrantes del joven Pablo Picasso. Vestido con un disfraz de arlequín, es la figura central del cuadro En el Lapin Agile, creado en 1905. El esoterismo de su misterio continúa a prodigarse con ímpetu.

En salas cercanas se juntan las obras de Gauguin, Corot, Courbet, Monet, Manet, Pissarro, Sisley, Morisot y tantos otros. Una sucesión de espacios muestra exquisitos bronces tomados de moldes de cera que fueran recuperados del estudio de Degas después de su muerte. Otra sala presenta la reconstrucción completa del famoso Comedor Wisteria, joya del Art Nouveau transportada directamente de París y por primera vez vista en su totalidad luego de cuatro décadas.

Luego de recorrer las galerías, el visitante debe rendirse ante una doble, divergente certitud. Por una parte, es imposible comenzar siquiera a absorber la fantástica riqueza cultural de las mismas en una sola ocasión. Por otra, incluso el más breve momento vivido entre tales obras puede contarse como una experiencia excepcional.

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Tango y fútbol

Claudio Gilardoni

Hay deportes y hay danzas que van más allá del estricto interés lúdico. Suponiendo lícito el uso de la teoría de juegos en cualquier ocasión —en los hechos, no hay área del quehacer humano que no haya sido lanzada como pelota a la cancha de las probabilidades matemáticas—, relacionaré el fútbol con el tango.

El ajedrez occidental es un juego incordiante, una caricatura del original indio chaturanga en el que dos contrincantes —rusos, por lo general— fingen descolorar la materia gris, aunque, en realidad, lo que hacen es usar el reloj de arena hispanoárabe hasta recordar estrategias memorizadas desde la infancia: vence quien recordó antes, no quien razonó antes. En el fútbol y en el tango, en cambio, hay mayor despliegue de libertad y de inteligencia muscular e intelectual. Ambos tienden al infinito creativo.

Como en el ajedrez indio, el azar es parte estructural tanto del tango como del fútbol. El chaturanga exige el uso de dados, simulando las condiciones reales del juego de la guerra. No solo hay que razonar en el chaturanga, sino hacerlo en medio de continuas situaciones inesperadas. Por el mismo devenir cambiante de las circunstancias, es imposible ejecutar dos partidos de fútbol o dos tangos de manera idéntica —al menos, es poco recomendable—.

La Asociación de Fútbol Argentino fue fundada en 1891. Sabemos que el tango se bailaba en las casas de familia de aquellos tiempos. Sabemos que ya era folclore y que, al igual que el fútbol, representaba un aspecto decisivo del sentir popular de los argentinos. Tango y fútbol, universos lúdicos de entrelazada existencia paralela.

Hay numerosas grabaciones de tangos que prueban la íntima relación carnal entre danza y deporte. Los dedicados a Boca Juniors, por ejemplo, comenzaron a grabarse en la década de 1910 —que sea desde la infancia hincha del Gran Equipo es mera casualidad, por supuesto—: Boca Juniors Club (1916), Tarasca solo (1928), Azul y oro (1946), Once y Uno (1952), Boca Juniors (1954) y varios más.

Me harían falta un par de páginas de periódico para enumerar los tangos relacionados con el fútbol. Muchos de ellos llevan nombre ‘en clave’, por así decirlo. Un par de casos: ‘Tarasca solo’ y ‘A la guardia imperial’ que significa ‘A la hinchada de Racing Club’, el equipo que tiene una pizca de inmortalidad por haber sido el preferido de Carlos Gardel.

Los seres humanos, de la cuna a la tumba, somos criaturas lúdicas. Esto dio a entender el holandés Johan Huizinga en su libro ‘Homo ludens’. Inventamos naipes, pelotas, canchas y danzas para hacer nuestras vidas algo más soportables y confortables. Sin el chaturanga, sin ‘El choclo’ y sin Boca Juniors, nuestras efímeras existencias serían tan insoportables como un envejecedor partido de ajedrez, sin dados ni contrincante.

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www.tangodelargentino.com