Howl’s Moving Castle (Studio Ghibli, 2004)
Director: Hayao Miyazaki
La reinterpretación y la repetición juegan un rol esencial en la tradición artística japonesa. Mientras en occidente nuestro concepto de arte se encuentra irremediablemente ligado a conceptos como novedad y originalidad, los japoneses dedican gran parte de su creatividad e repetir y re-imaginar sus clásicos de siempre. Entender esto es esencial al analizar y comentar la obra de Hayao Miyazaki, ya que las similitudes entre los personajes e historias de sus películas no son nada coincidenciales.
Tal y como lo hizo con Spirited Hawai (El Viaje de Chihiro), la intención de Miyazaki en Howl’s Moving Castle es retratar la vida cotidiana y las relaciones interpersonales como algo nuevo y mágico, desde el cambiante punto de vista de Sophie, una temperamental joven que se enamora de un mago cobarde, Howl, y por ello sufre una maldición. La realidad de Sophie cambia completamente de una día al otro, pues se ve obligada a dejar atrás su aburrida vida y frívola familia al buscar refugio en un castillo que está en constante movimiento. Un castillo lleno de personajes que son tan reales como fantásticos, en una representación que solo Miyazaki puede lograr.
Hablando de los personajes, vale la pena reiterar lo especiales que son las creaciones del director japonés, tanto visual como psicológicamente. Miyazaki ha dicho que él no inventa personajes, que se limita solamente a representar en sus obras a la gente que conoce, de la manera en que la percibe. Es por esto que en sus películas no hay lugar para el trillado conflicto entre buenos y malos; independientemente de su apariencia, ningún personaje es completamente blanco o negro, bueno o malo dentro de este universo. Estos dibujos son demasiado tridimensionales como para definirlos en un estereotipo.
Si a lo anterior le sumamos una excelente banda sonora a cargo del compositor Joe Hisaishi, conocido por sus colaboraciones con Takeshi Kitano y con el mismo Miyazaki, Howl’s Moving Castle es una película encantadora. Es cierto que Miyazaki, como Borges, parece contar siempre las mismas historias, y quizás su encanto se deba precisamente a esto. Al mirar sus películas uno se siente como el niño que le pide a su mamá que le lea, todas las noches, el mismo cuento una y otra vez.