La más bella

RICARDO VIERA NAVARRETE

Esa noche, luego de varios años –dedicados al cuidado de nuestras hijas-, la invite a salir; no fue algo planificado, sino más bien espontáneo. Mi madre aceptó cuidar a sus nietas. Yo solo me metí bien la camisa, me lave el rostro y la esperé en la sala. Ella salió, con su cabello suelto y liso, maquillada sutilmente como lo hace en ocasiones importantes, vestida con jean y una chompa negra de cuero, pero definitivamente elegante.

Reconocimos la sensación guardada por años, me preguntó a dónde la llevaría, yo no lo había pensado, así que fuimos a aquel lugar por el que habíamos pasado tantas veces, el de la fachada antigua, la luz media y la paz en el ambiente.

Tomé una silla y la invite a sentarse, me senté frente a ella y ordenamos. Lucía como cuando la conocí, el mismo brillo en los ojos, la sonrisa amplia, la postura erguida. Mientras hablaba tome sus manos, y vi que tenían unas pequeñas manchas de pintura de colores, algunas de sus uñas estaban rotas, su piel tenía el efecto de haberse lavado varias veces. Levante mi mirada, la vi reír y cuando lo hacía, aprecié algunas arrugas al final de sus ojos. Fue al baño, y al regresar la miré caminar y, recordé esos pequeños caminos blancos que simbolizaban el viaje de 9 meses de embarazo, recorrido por dos ocasiones; y lo entendí.

Ella, ya no es la misma, es mejor. Sus manos reflejan la valentía de cumplir sus sueños, su imaginación y su trabajo (con pincel, pintura, madera, yeso); su rostro guarda la memoria de sus emociones, su vida contada en expresiones; su mirada la experiencia de quien ha vivido, pero sobre todo la ilusión de quien le falta mucho por vivir; su voz matiza la seguridad de quien comprende, empatiza y también defiende; su cuerpo tiene la firmeza de quien trabaja y el orgullo de quien dio vida. Ella es la más bella, porque nadie nunca será ella.

RICARDO VIERA NAVARRETE

Esa noche, luego de varios años –dedicados al cuidado de nuestras hijas-, la invite a salir; no fue algo planificado, sino más bien espontáneo. Mi madre aceptó cuidar a sus nietas. Yo solo me metí bien la camisa, me lave el rostro y la esperé en la sala. Ella salió, con su cabello suelto y liso, maquillada sutilmente como lo hace en ocasiones importantes, vestida con jean y una chompa negra de cuero, pero definitivamente elegante.

Reconocimos la sensación guardada por años, me preguntó a dónde la llevaría, yo no lo había pensado, así que fuimos a aquel lugar por el que habíamos pasado tantas veces, el de la fachada antigua, la luz media y la paz en el ambiente.

Tomé una silla y la invite a sentarse, me senté frente a ella y ordenamos. Lucía como cuando la conocí, el mismo brillo en los ojos, la sonrisa amplia, la postura erguida. Mientras hablaba tome sus manos, y vi que tenían unas pequeñas manchas de pintura de colores, algunas de sus uñas estaban rotas, su piel tenía el efecto de haberse lavado varias veces. Levante mi mirada, la vi reír y cuando lo hacía, aprecié algunas arrugas al final de sus ojos. Fue al baño, y al regresar la miré caminar y, recordé esos pequeños caminos blancos que simbolizaban el viaje de 9 meses de embarazo, recorrido por dos ocasiones; y lo entendí.

Ella, ya no es la misma, es mejor. Sus manos reflejan la valentía de cumplir sus sueños, su imaginación y su trabajo (con pincel, pintura, madera, yeso); su rostro guarda la memoria de sus emociones, su vida contada en expresiones; su mirada la experiencia de quien ha vivido, pero sobre todo la ilusión de quien le falta mucho por vivir; su voz matiza la seguridad de quien comprende, empatiza y también defiende; su cuerpo tiene la firmeza de quien trabaja y el orgullo de quien dio vida. Ella es la más bella, porque nadie nunca será ella.

RICARDO VIERA NAVARRETE

Esa noche, luego de varios años –dedicados al cuidado de nuestras hijas-, la invite a salir; no fue algo planificado, sino más bien espontáneo. Mi madre aceptó cuidar a sus nietas. Yo solo me metí bien la camisa, me lave el rostro y la esperé en la sala. Ella salió, con su cabello suelto y liso, maquillada sutilmente como lo hace en ocasiones importantes, vestida con jean y una chompa negra de cuero, pero definitivamente elegante.

Reconocimos la sensación guardada por años, me preguntó a dónde la llevaría, yo no lo había pensado, así que fuimos a aquel lugar por el que habíamos pasado tantas veces, el de la fachada antigua, la luz media y la paz en el ambiente.

Tomé una silla y la invite a sentarse, me senté frente a ella y ordenamos. Lucía como cuando la conocí, el mismo brillo en los ojos, la sonrisa amplia, la postura erguida. Mientras hablaba tome sus manos, y vi que tenían unas pequeñas manchas de pintura de colores, algunas de sus uñas estaban rotas, su piel tenía el efecto de haberse lavado varias veces. Levante mi mirada, la vi reír y cuando lo hacía, aprecié algunas arrugas al final de sus ojos. Fue al baño, y al regresar la miré caminar y, recordé esos pequeños caminos blancos que simbolizaban el viaje de 9 meses de embarazo, recorrido por dos ocasiones; y lo entendí.

Ella, ya no es la misma, es mejor. Sus manos reflejan la valentía de cumplir sus sueños, su imaginación y su trabajo (con pincel, pintura, madera, yeso); su rostro guarda la memoria de sus emociones, su vida contada en expresiones; su mirada la experiencia de quien ha vivido, pero sobre todo la ilusión de quien le falta mucho por vivir; su voz matiza la seguridad de quien comprende, empatiza y también defiende; su cuerpo tiene la firmeza de quien trabaja y el orgullo de quien dio vida. Ella es la más bella, porque nadie nunca será ella.

RICARDO VIERA NAVARRETE

Esa noche, luego de varios años –dedicados al cuidado de nuestras hijas-, la invite a salir; no fue algo planificado, sino más bien espontáneo. Mi madre aceptó cuidar a sus nietas. Yo solo me metí bien la camisa, me lave el rostro y la esperé en la sala. Ella salió, con su cabello suelto y liso, maquillada sutilmente como lo hace en ocasiones importantes, vestida con jean y una chompa negra de cuero, pero definitivamente elegante.

Reconocimos la sensación guardada por años, me preguntó a dónde la llevaría, yo no lo había pensado, así que fuimos a aquel lugar por el que habíamos pasado tantas veces, el de la fachada antigua, la luz media y la paz en el ambiente.

Tomé una silla y la invite a sentarse, me senté frente a ella y ordenamos. Lucía como cuando la conocí, el mismo brillo en los ojos, la sonrisa amplia, la postura erguida. Mientras hablaba tome sus manos, y vi que tenían unas pequeñas manchas de pintura de colores, algunas de sus uñas estaban rotas, su piel tenía el efecto de haberse lavado varias veces. Levante mi mirada, la vi reír y cuando lo hacía, aprecié algunas arrugas al final de sus ojos. Fue al baño, y al regresar la miré caminar y, recordé esos pequeños caminos blancos que simbolizaban el viaje de 9 meses de embarazo, recorrido por dos ocasiones; y lo entendí.

Ella, ya no es la misma, es mejor. Sus manos reflejan la valentía de cumplir sus sueños, su imaginación y su trabajo (con pincel, pintura, madera, yeso); su rostro guarda la memoria de sus emociones, su vida contada en expresiones; su mirada la experiencia de quien ha vivido, pero sobre todo la ilusión de quien le falta mucho por vivir; su voz matiza la seguridad de quien comprende, empatiza y también defiende; su cuerpo tiene la firmeza de quien trabaja y el orgullo de quien dio vida. Ella es la más bella, porque nadie nunca será ella.